México ha vivido periodos alternados de aislamiento y activismo externo, prevaleciendo lo primero. Nuestra conflictiva y oscilante relación con el mundo, pareció terminar cuando López Mateos, aprovechando la distensión de la guerra fría, impulsó una política exterior proactiva. Esa tendencia fue intensificada por sus sucesores, que tomaron cruciales decisiones, como abandonar la política de sustitución de importaciones y el mercado cerrado, ingresar al GATT, negociar tratados de libre comercio –principalmente el NAFTA y el Acuerdo Global con la Unión Europea–, etc. Como resultado, nos convertimos en importante actor global, miembro del G20 que aglutina a las principales economías del planeta.
En el transcurso de más de 70 años, en los que pasamos de ser un típico país subdesarrollado del Tercer Mundo, a una emergente potencia intermedia, fue imperativo contar con un servicio exterior de carrera a la altura del nuevo status del país. Para ello se creó, en 1974, el Instituto Matías Romero de Estudios Diplomáticos, encargado de “preparar recursos humanos de alto nivel académico y técnico en materia de diplomacia y política internacional y exterior de México.” En casi medio siglo se formaron los mejores diplomáticos profesionales que hemos tenido, que se incorporan mediante rigurosos exámenes, y nuevamente los presentan para ascender en el escalafón. Cuando fui director de dicho instituto, tuve contacto con las principales academias diplomáticas del mundo, constatando que nuestro servicio exterior estaba a la altura de los mejores.
Sin embargo, súbitamente y por voluntaristas ímpetus nativistas con fines de política interna –agudizados por la pandemia del Covid-19–, nuevamente nos aislamos y renunciamos a tener un proyecto de política exterior. En escasos dos años, y salvo alguna aventura sudamericana –dictada más por fervor ideológico que por interés nacional– y dos que tres inocuas conferencias zoom con el G20, la ONU y la Casa Blanca de Biden, solo se ha reaccionado pasivamente a los embates externos, como a las ofensivas exigencias de Trump, la avalancha de migrantes centroamericanos, la pandemia, y la rebatinga geopolítica por la vacuna.
Como en esa deprimente autoexclusión, un capacitado servicio exterior profesional no es necesario, se le margina de puestos clave que se reparten –como en los días del rancio priismo– entre cuates, compromisos, aplaudidores, exiliados, “hipócritas lambiscones” (Muñoz Ledo dixit), etc. Inexperiencia, improvisación y falta de oficio están a cargo de nuestras embajadas en EU, Gran Bretaña, Francia, Alemania, China, Guatemala, Argentina, Chile etc. Los consulados en San Antonio, Nueva York, San Francisco, Austin, Puerto Rico, Estambul, etc. También son agencia de colocaciones.
Lo mismo ocurre en la cancillería: como la tarea prioritaria es la promoción de ambiciones presidenciales, en las subsecretarías y principales direcciones (como servicios consulares y América del Norte), el SEM fue desplazado por los operadores de esa campaña ajena a la política exterior. Tan frustrante es la situación para los profesionales de la diplomacia, que la entrañable colega Martha Bárcena, a pesar de ser embajadora en Washington y tener relación familiar con el presidente, renunció al SEM.
No solo se daña al SEM, sino al prestigio e imagen del país; nos aislamos y perdemos posiciones en el mundo, se dejan de promover los intereses nacionales de forma experimentada, nos hacemos más dependientes de EU, y perdemos el poder suave que nos daba el profesionalismo diplomático. Los intereses nacionales objetivos no son la prioridad, sino los muy subjetivos de la 4T.
Internacionalista,
embajador de carrera y académico.