La espléndida película “La Locura del Rey Jorge” ejemplifica los trastornos psicológicos provocados por el poder. El diagnóstico del estricto clérigo puritano al que recurrió la esposa de Jorge III de la Gran Bretaña, fue contundente: se volvió loco porque es un rey; nadie le dice que no a nada. Dichos trastornos, existentes desde que vivimos en sociedades jerarquizadas, fueron bautizados por los griegos como el Hubris, que ocurría cuando quien ocupaba una alta posición trasgredía los límites impuestos por los dioses o los hombres. La aberrante conducta de gobernantes que van desde Tiberio, Nerón o Calígula hasta Hitler o Stalin, demuestra que la “enfermedad der poder” es más grave cuando mayor poder se tiene. Como afirmó el historiador Lord Acton, en relación al gran autócrata Luis XIV; el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Esa corrupción no solo comprende lo material, pues también pervierte la verdad, la personalidad, el pensamiento, la conducta y los valores. Coloquialmente se dice de quien sufre de Hubris: tiene la borrachera del poder, perdiò el piso, o se subió a un ladrillo y se mareó.

A pesar del avance democrático que impone contrapesos a los gobernantes para que no se desboquen, han continuado apareciendo los que sufren delirios de grandeza: Bokassa, Idi Amin, Pol Pot, Castro, Pinochet, Chaves, etc. Por ello, el doctor británico David Owen, quien combinó la medicina con la política (secretario de salud, marina y relaciones exteriores), estudió y escribió (El Síndrome de Hubris, En la Enfermedad y en el Poder: la enfermedad en lo jefes de gobierno en los últimos 100 años, etc.) sobre la patología psicológica que llama el ”Síndrome de Hubris” (SH). Owen afirma que, como los políticos tienen personalidades narcisistas que anhelan protagonismo y atención, al ocupar altos cargos que les proporcionan poder, reconocimiento y aduladora aclamación, pierden contacto con la realidad y sobredimensionan su ego al grado de sentirse la encarnación del Estado, de la patria o del pueblo. Abandonan sus ofrecimientos de campaña y se aferran a convicciones subjetivas e ideas fijas, rechazando consejos y evidencias. Creen tener una misión mesiánica, y como poseen la verdad no toleran la crítica, y paranoicamente ven enemigos por doquier, a los qué incluso culpan de sus propios errores. La patología del Hubris los hace vivir en una falsa realidad, que comparten con sus oportunistas seguidores. Estos “hipócritas lambiscones” (Muñoz Ledo dixit) toleran y alientan sus desvaríos porque sacan provecho de ellos, aunque perjudiquen y dañen ala población.

La frágil democracia mexicana ha sido caldo de cultivo para la concentración del poder en la que florece el Hubris, especialmente en los años de la “presidencia imperial.” En esa destacó Luis Echeverría, cuyo abandono de la realidad lo condujo a tratar de sacar al país del subdesarrollo en seis años, a imponer una forma de vestir y de vivir, a mediar en el conflicto árabe-israelí, a buscar el Premio Nobel de la Paz y la Secretaría General de la ONU. La broma popular de responderle cuando preguntaba la hora: “la que usted guste señor presidente,” ilustra su autoritaria irrealidad. Otros ejemplos de esa funesta tendencia fueron López Portillo y Salinas, cuyos mandatos desembocaron en las pavorosas crisis de fin de sexenio que arruinaron al país.

Trágicamente, el actual populismo pretende revivir la presidencia autoritaria mediante la antidemocrática concentración del poder en el ejecutivo, cuya errática y contradictoria conducta patentiza que ya padece el peligroso síndrome de Hubris que, como a sus camaradas priistas del pasado, lo conducirá al desastre.

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