En este trágico año pandémico conmemoramos los 200 años de la independencia alcanzada en 1821 por Agustín de Iturbide. Sin embargo, por las peculiaridades de nuestra historia patria, y principalmente por decisiones político-ideológicas para que ésa fuera lo que se quiere que sea, y no lo que fue, la celebración se realizó (mediocre y corruptamente) en 2010.
Festejamos el año en que el movimiento independentista se inició, a pesar de que fue fallido, que su autor pereció en el intento, y que la emancipación se alcanzó 11 años después en forma distinta a la planeada.
Por contra, no festinamos a quien, con habilidad política, pacíficamente y ya sin derramamiento de sangre concilió a insurgentes y realistas para darnos patria, pues como precisa George Orwell: “la historia la escriben los vencedores.” Como los triunfadores del gran duelo entre conservadores y liberales, fueron los segundos, ellos decidieron cómo fue la historia del siglo XIX y cuáles sus héroes y villanos.
Lo mismo ocurrió en el XX: los autoproclamados herederos de la Revolución de 1910, escribieron la historia a modo para legitimarse en el poder, surgiendo lo que el historiador Luis González bautizó como la “historia de bronce” que, al igual que las estatuas de ese metal, tiene el fin de solo inmortalizar a los escogidos.
Por ende, el fervor revolucionario hizo que, en 1921, se eliminara el nombre de Iturbide del muro de honor de la Cámara de Diputados, pues los caudillos de la época repudiaron al emperador, a pesar de que su conducta superaba el absolutismo monárquico. No soy admirador del emperador de México y Centroamérica, ni conservador de derecha, pero creo debería tenerse menos hipocresía y más objetividad respecto a quien no fue ni peor, ni mejor que otros, y que hizo más por México que muchos que son exaltados. Las inscripciones en dicho muro no reflejan tanto la veracidad histórica, sino más bien las filias y fobias de quienes tienen el poder de decidir.
Otra gran paradoja es que parece que se recompensa a nuestros héroes con la muerte. Si bien Hidalgo y Morelos fueron asesinados por los realistas españoles, Iturbide lo fue por los mexicanos que en 1821 lo alabaron como el dragón de hierro, el padre de la patria, el varón de Dios, etc. Todos le dieron la espalda.
Tras abdicar en 1823, se autoexilió en Italia, pero a pesar de haber consagrado la emancipación respetando los privilegios de la Iglesia y convertido a la católica en la religión oficial del nuevo país, el Papa nunca lo recibió. Su fervor patriótico le costó la vida: regresó a México para defender su independencia cuando se enteró que Fernando VII estaba solicitando la ayuda de la Santa Alianza para reconquistar la posesión perdida, pero fue acusado de traidor y fusilado, a sus 41 años, el 19 de julio de 1824.
En síntesis, ni la sociedad mexicana, y menos la cuestionable clase política han alcanzado la madurez necesaria para reconocer los hechos históricos tal como fueron, para juzgar a sus protagonistas con mayor imparcialidad, y para no simplificar la historia con interesados criterios maniqueos que todo lo reducen a una irreal lucha entre buenos y malos. En tanto eso no ocurra, Iturbide continuará relegado del altar de la patria.
Gracias a la transición democrática, la historia de bronce fue cediendo espacios a versiones mas veraces sustentadas en estudios con mayor rigor científico y académico, pero con el resurgimiento del populismo, desgraciadamente, también resurge la vieja y tergiversada interpretación priista del pasado.
Internacionalista, embajador de carrera y académico.