Durante mi desempeño diplomático en la inolvidable Bélgica, tuve oportunidad de asistir a la representación del Ommegang, realizada anualmente en la Grand Place. Ello conmemora las fastuosas fiestas de 1549, en las que el emperador Carlos V presentó ante la Corte de Augsburgo a su heredero, el futuro Felipe II. Además de su espectacularidad (mas de 1,300 protagonistas) y apego histórico, el evento sorprende porque celebra con entusiasmo y orgullo a dos gobernantes hispanos que fueron represivos y despiadados con sus súbditos de Flandes, tal como lo recuerda la decapitación del Conde de Egmont, inmortalizado con la obertura de Beethoven que lleva su nombre. Evidentemente los belgas han asumido las tragedias y glorias de su historia, aceptándola como fue, sin rencores, remordimientos o complejos.
Desgraciadamente eso no ocurre en otras partes, como en México, donde cada conmemoración del día en que Cristóbal Colón llegó a América, es motivo de autoflagelación, victimización, resentimiento y reproche, como si la sangre que llevamos en las venas, el idioma que hablamos o los apellidos que nos identifican, no fueran consecuencia del mestizaje iniciado con ello. Ciertamente el mal llamado “descubrimiento” de América en 1492 y la conquista de la Gran Tenochtitlan en 1521 -realizada por menos de 1,000 españoles apoyados por cientos de miles de tlaxcaltecas y de otros pueblos originarios-, fue un episodio traumático y sangriento, del que surgió la identidad mexicana forjada durante tres siglos de dominio colonial. Ello, sin embargo, no fue un caso único, sino un trágico fenómeno recurrente en la historia de la humanidad. Curiosamente, las vejaciones de los aztecas contra otros pueblos mesoamericanos y sus guerras floridas, o la invasión y despojo de los estadounidenses en 1846-1848, no son lamentadas con la misma pasión.
Achacar la pobreza y atraso en la que sigue viviendo el 50% de los mexicanos, a quienes fueron expulsados hace 200 años en 1821, no solo es absurdo, sino hipócrita. En su esclarecedor libro “¿Por qué Fracasan los Países?”, Daron Acemoglou y James Robinson precisan que las naciones que fueron colonias continuaron siendo subdesarrolladas e inequitativas después de independizarse, pues las elites nativas que ocupan el poder, mantienen las mismas estructuras de explotación colonial que concentran la riqueza en unos cuantos a costa de la mayoría. Eso ocurrió en México: la que siempre ha sido una clase política muy cuestionable, fundamentalmente se ha preocupado de sus intereses, y como no resuelve los graves problemas nacionales, le resulta muy commodo culpar a los ancestrales conquistadores de ello y evadir la responsabilidad propia.
El encono y el rencor con el pasado no se da en aquellas naciones -como Bélgica- donde se ha salido adelante por el esfuerzo propio, alcanzándose un alto nivel de democracia y desarrollo para toda la población. Pero donde el progreso no ha sido compartido y privan abismales desigualdades sociales -como en América Latina y Estados Unidos- el resentiiento prevaleciente se proyecta contra los que occidentalizaron y cristianizaron al continente, y no así contra los que han perpetuado las injusticias por mas de dos siglos. Peor aun, como ese resentimiento es atizado para sacar provecho político-electoral, se magnifica la polarización interna y se confrontan a naciones amigas. El mantener las heridas abiertas invocando la inventada historia de bronce de la época dorada del PRI, no solo no resuelve los viejos lacerantes probemas, sino que nos ancla en el pasado, impidiendo dirigirnos hacia un futuro mas magnánimo y armonioso para todos los mexicanos.