Cifras de la Comisión Nacional de Seguridad indican que en la semana murieron a causa del crimen cerca de doscientas sesenta personas. La ferocidad de las bandas no respeta edad, condición, sexo, les da igual, extinguen vidas de niños, adolescentes, jóvenes, adultos. No les importa. Las escenas son espantosas, cuerpos bañados en sangre, amontonados en el piso, en sitios en los que se supone se va a divertir no a morir.

Los eventos combinados con la crueldad erosionan la capacidad de asombro del Estado. Autoridades y población elevaron la vara del horror producto de los temibles episodios que a diario se reportan. Los datos duros nos posicionan alejados de la armonía y hundidos en el barro de la bestialidad, único diálogo conocido por los delincuentes.

Los efectos de la persistente violencia afloran en las escuelas, lo que en el pasado eran pleitos leales, ‘cacheteros’, hoy se habla de palizas teniendo de testigos a chicas y chicos que se preocupan más por conseguir la mejor toma para su Instagram que por la integridad de sus compañeros. El fenómeno creció tanto, que en algunos casos es conclusivo, no hay reversa, fulminan la existencia de ambos, el derrotado y vencedor cargarán con las consecuencias. En esencia nadie gana.

La humanidad no ha cambiado, es la misma, quizá se sofistica, los coliseos actuales se llaman ‘octágonos’, simulan jaulas en la que dentro, asemejando a animales, dos individuos se combaten, destrozándose hasta aniquilarse, ante la euforia de miles. ¿Es deporte? No lo creo, el triunfo a costa de la salud del contrario no es un acto competitivo. No mucho tiempo atrás, se limitaba la transmisión televisiva de estas masacres a horarios nocturnos, ya no sucede así, el festín de agresión está disponible en cualquier momento. Lo que vendrá es que usen armas para lastimarse.

En otro frente, las familias dolientes siguen en espera de respuestas; solas en su sufrimiento madres buscadoras, lentamente, cavan a mano en interminables valles de la muerte, encuentran, pero no a los suyos, su calvario es eterno frente a los ojos de comunidades que poco a poco han normalizado el dolor como parte intrínseca de esta sociedad en constante convulsión.

El sumatorio luce complicado: ciudades bajo fuego, sin control, estudiantes en cruentas peleas, drogas al alcance de todos los bolsillos, la diversión atlética tiende a ser sanguinaria y el colmo, un gobierno ausente en lo que pareciere un experimento antropológico de autocontención, ¿cómo encontrar el equilibrio? La pérdida de brújula lleva al enorme navío tricolor a rumbos desconocidos en el que los valores no cuentan, dando paso a que el fin justifique el medio, aunque resulte en perjuicio de la mayoría.

Urge el freno a fondo, no se trata de conservadores o liberales, sino de rescatar lo que es nuestro: la paz y la concordia, conceptos extraños en este México bárbaro en el que por omisión o por acción la fuerza legítima se ubica a la zaga.

No podemos seguir tolerando lo inhumano, al hacerlo nos transformaremos en un pedazo de la miseria, en esta mala costumbre de habitar en un ambiente de agitación, miedo y sinrazón.

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