Los informes presidenciales siempre me han llamado la atención. Observar y escuchar la forma en la que los presidentes acomodan los datos para que funcionen en su narrativa no deja de ser un ejercicio interesante. Los datos significan poco si no están dentro de un contexto y es justo ahí dónde se da pie a la interpretación.

El domingo fue el último informe formal del presidente López Obrador. Más allá del tono en ocasiones enardecido, el presidente presentó decenas de cifras para ilustrar con sus propios colores su gestión. Algunos datos son verificables, otros difíciles de corroborar y algunos más magnificados o minimizados en función de su discurso y su público.

Los datos económicos, si bien necesitan un contexto, pueden ser contrastados con las cifras oficiales y sobre todo, con algunas promesas de campaña.

El presidente dijo que durante su administración se habrá crecido 1% en promedio anual. Si suponemos que la economía mexicana crecerá 1.57% este año —conforme a lo estimado en la Encuesta de Especialistas del Sector Privado de Banco de México—, el crecimiento promedio será de 0.95% en esta administración, el menor desde al menos el sexenio de Ernesto Zedillo.

Queda, una vez más, de manifiesto que el crecimiento económico no es —ni debería de ser— una promesa de campaña. Sí es, en contraste, resultado de las políticas que se implementan y del país que se va construyendo en consecuencia. López Obrador prometió en campaña crecer a 6% y dada la falta de especificidad del número hay quien lo interpreta como promedio anual y quien lo hace de forma acumulada. Poco importa ya. En promedio no llegará a 1% y en el acumulado, es decir, de inicio hasta el dato más reciente el crecimiento será cercano a 4.5%. Es el menor crecimiento acumulado, al menos también, desde 1995.

El presidente habló del incremento en el salario mínimo, un avance relevante sin ninguna duda. El aumento en términos reales habrá sido cercano a 149%. No sobra recordar —o quizás sí— que en México más de la mitad de los trabajadores lo hacen fuera de la formalidad, lo que significa que no tienen acceso a prestaciones ni a derechos de ley, que incluyen, desde luego, el salario mínimo. Sirve añadir que la masa salarial —el total de lo que se paga en salarios y remuneraciones en la economía— ha crecido 37% en términos reales en estos seis años.

A pesar de todo lo que se dijo en campaña y varios años de esta administración, era obvio que la deuda aumentaría, casi bajo cualquier métrica. El presidente en su informe, al aludir a la deuda, habló sobre el ritmo de crecimiento que ha tenido en esta administración, una forma elegante de dar la vuelta a lo dicho con anterioridad. La deuda, como porcentaje del PIB, terminará el sexenio cercana a 50%. El dato es importante, pero es más relevante entender que la deuda es una herramienta financiera que deberían destinarse a proyectos productivos más que a gasto corriente.

En este sentido, llama la atención haber escuchado una y otra vez durante la pandemia que no había espacio fiscal para endeudarse, pero sí lo hubo en 2024, año electoral. Este endeudamiento le dejará, eso sí, menos espacio fiscal a la presidenta electa.

Se dice por ahí que los datos ya no importan. Me gustaría pensar lo contrario. No solo que importan, sino que nos sirven para entender una realidad cada vez más compleja.