En más de una ocasión me han dicho que dentro de los miles de problemas que azotan México la informalidad no es uno de ellos; que más que un problema, es una realidad. En los hechos, las decisiones de política pública muestran que en efecto la informalidad no es considerada como un asunto que se tenga que atender. El problema no es únicamente económico; va más allá de cuántos contribuyen o cuántos reciben subsidios. Es un problema con muchas aristas que incluye una política y una más relevante, la social.
Ayer salieron los datos más recientes de la ENOE. La tasa de informalidad del segundo trimestre de 2023 fue 55.2% de la población ocupada, menor al 55.7% del mismo periodo del año pasado; pero en valores absolutos, en personas, hay más de 284 mil personas en la informalidad en solo un año.
Sería incapaz de argumentar con la solidez con la que lo hace Santiago Levy en su artículo más reciente publicado en Nexos en coautoría con Luis Felipe López-Calva las razones tras la importancia —o la gravedad— de la existencia de este sistema dual en el que conviven la informalidad con la formalidad.
Si bien ambas condiciones conviven, la realidad es más compleja. Un trabajador no es solo formal o solo informal, al igual que una empresa puede moverse entre ambos mundos. Los trabajadores pueden tener un empleo formal y otros informales para complementar su ingreso, o moverse, como es muy común, entre la formalidad y la informalidad a lo largo de su vida laboral. Como la informalidad no es en estricto sentido ilegal, las empresas pueden ser formales y tener trabajadores informales. Los costos y los beneficios de cada status son distintos en el tiempo y en función de las condiciones de cada trabajador o empresa. El problema es de arquitectura institucional.
Pero esa arquitectura institucional parte de un acuerdo social, quizás tácito, en el que hay dos tipos de trabajadores distintos y la distinción no radica en su afiliación o no a un sistema de seguridad social, sino en el salario al que podrán acceder, las posibilidades de crecimiento laboral y el acceso a ciertas prestaciones y servicios. Esas diferencias han tratado de paliarse con parches regulatorios e institucionales evitando resolver el problema de origen.
Los trabajadores formales, por definición, obtienen ciertas prestaciones a partir de sus contribuciones y las de sus patrones —en caso de los trabajadores subordinados— a la seguridad social, pero en un país con más de la mitad de personas que trabajan haciéndolo desde la informalidad tienen que surgir mecanismos alternativos para dotar de servicios como salud, pensiones, cuidados, entre otros, a la población informal. Es un remedio insuficiente para un gran mal.
Este acuerdo tácito que ha repercutido en un sistema laboral y contributivo dual ha estado acompañado de los incentivos inadecuados, como muestra la caída en productividad a la que hacen referencia Levy y López-Calva. No ha sido suficiente mejorar la escolaridad, ni contar con mayor acceso a salud, tampoco participar en la región comercial más importante del mundo, ni haber invertido a la par que otros países para siquiera mantener la productividad. Hemos hecho todo eso y la productividad ha caído.
Estamos ya en época electoral. Los aspirantes a gobernar este país deberían de saber que para resolver los problemas estructurales hace falta algo mucho más complejo que tener recursos. El problema es de origen, es estructural.
@ValeriaMoy