Hay pocas banderas más rentables en una campaña política que el combate a la corrupción . Más aún viniendo de un sexenio en el que un episodio de corrupción era opacado por otro más escandaloso todavía. Uno pensaría que el combate a la corrupción tendría más elementos que la mera retórica, de entrada, incluiría la aplicación de la ley seguida de prácticas de transparencia y de rendición de cuentas. No bastaría atacar esta práctica tan anquilosada en el país con cifras inventadas —¿recuerdan esos 500 mil millones que lograríamos obtener al erradicar la corrupción aludiendo a un estudio inexistente del Banco Mundial ?—, o con argumentos tan simplistas como “no somos iguales”, sugiriendo una superioridad moral de difícil definición.
En las últimas semanas hemos vuelto a ser testigos del uso narrativo de la corrupción: el discurso como estrategia. La propuesta extinción de 109 fideicomisos cuyos recursos rebasan los 67 mil millones de pesos son el ejemplo más reciente. Hay un problema de origen al presupuestar. Los recursos que se presupuestan para los años subsecuentes están basados en los recursos que efectivamente se gastaron en un año determinado, lo que hace prácticamente imposible garantizar recursos para proyectos de plazos más largos a un año. Los fideicomisos actúan como una solución de mercado frente a ineficiencias como la negociación anual del presupuesto de las dependencias y el tiempo que toma que esos recursos lleguen para poder ser ejercidos; además, mediante esta figura se pueden recibir y administrar donativos y recursos autogenerados.
El presidente argumenta, sin presentar prueba alguna, que los fideicomisos habían sido fuente de actos de corrupción y por eso, aunado a la necesidad de recursos, deben extinguirse. De nuevo la práctica del machete. No se resuelve el problema de fondo, no se demuestra corrupción y sí se termina con la factibilidad de muchos proyectos. No es combate a la corrupción, tampoco es austeridad ni necesidad de recursos. Es el deseo de control.
Para llevar la discusión anticorrupción al ámbito terrenal, más allá de lo moral, se pueden analizar las prácticas bajo las que se hacen las compras públicas, reconociendo que es ahí donde un gobierno podría poner el ejemplo en materia de transparencia y rendición de cuentas. La semana pasada el IMCO presentó un análisis (https://bit.ly/3diUy6I) que muestra que durante el primer año de la administración del presidente López Obrador , el monto asignado por adjudicación directa fue 38.9%, monto mayor que en cualquier año de la administración del presidente Peña Nieto. Las adjudicaciones directas no implican necesariamente corrupción, pero sí sugieren falta de transparencia.
El estudio del IMCO muestra además que el capitalismo de cuates sigue existiendo. Los 100 principales proveedores del sexenio pasado acapararon el primer año de esa administración el 31% de los recursos, terminando el sexenio con una concentración de 44%. Los 100 proveedores principales de la administración actual concentraron el primer año 41% de los recursos asignados. Mismas prácticas, diferentes cuates.
La corrupción sigue siendo un lastre para el desarrollo del país. Ojalá el tema se tomara en serio y no solo se utilizara como una justificación, o peor aún, como un pretexto.