A casi una semana de que el huracán Otis golpeara con una fuerza descomunal y vientos de 300 kilómetros por hora a la ciudad de Acapulco, la inoperancia del gobierno ha sido notoria.
La población no fue alertada de la fuerza del fenómeno. La rápida evolución del huracán hizo todo más complicado, pero incluso cuando ya había información sobre el peligro que Otis implicaba no hubo advertencias. La gente no pudo refugiarse, ni comprar víveres, ni ponerse en contacto con sus familiares y pensar en planes de acción. Nada. La gobernadora, desaparecida. La alcaldesa, también. Protección civil, quién sabe dónde. El Estado brilló por su ausencia.
Pasado el huracán, la nula atención al desastre. No tengo el propósito de alabar otras épocas, pero sí hay que reconocer cuando las cosas funcionaban y el mejor ejemplo es el Fonden. El Fonden de antaño era un fideicomiso, con recursos propios y reglas de operación específicas que permitían la liquidez de los recursos prácticamente de forma inmediata una vez que se emitía la declaratoria de desastre. Además, existía otro fideicomiso —el Fopreden—, de menor escala, que permitía medidas precautorias rápidas ante la inminencia de un desastre.
El Fonden actual es una partida presupuestal del ramo 23, sujeto a otras prioridades presupuestarias, al que año con año se le asignan recursos, cuya existencia y liquidez, están sujetas a la volatilidad y oportunidad de la recaudación, y relacionadas con el momento en el que suceda el desastre que amerite el uso de los recursos. Si hay años en los que no se utilizan los recursos asignados, estos tienen que ser devueltos a la Tesorería y empezar de nuevo cada año.
Todavía no sabemos —quizás nunca tengamos la cifra exacta— el costo que tendrá Otis en Acapulco y en las comunidades aledañas, pero lo que sí sabemos es que los 17 mil millones de pesos asignados en la partida presupuestal de atención a desastres se van a quedar cortos, cortísimos. El gobierno tendrá, si quiere iniciar una reconstrucción expedita, que echar mano de estos recursos y aliarse con la iniciativa privada para no obstaculizar la recuperación.
Si bien el dinero necesario para fondear la recuperación es un tema clave, y seguirá siéndolo por todos los meses en los que la actividad turística esté detenida, eso no es lo único preocupa.
Hoy preocupa la ausencia de Estado; de un Estado que no le avisó a la población la magnitud del riesgo que corrían, que no pudo llegar a tiempo a dar los auxilios más básicos y que no ha podido restaurar los servicios más básicos. A prácticamente una semana todavía apenas se ha restablecido la luz y la telefonía en algunas pocas zonas. Todavía no hay agua. Hay aún cientos de personas sin localizar que por supuesto no están registradas en las cifras de desaparecidos porque no ha habido forma de poner un poco de orden en el caos.
El gobierno se jacta de haber repartido 11 mil despensas y 26 mil litros de agua en una ciudad que tiene cerca de un millón de personas. Son números vergonzosos. Esa es la ausencia del Estado, de un Estado que no sabe reaccionar ni echar a andar mecanismos de respuesta ante situaciones críticas. El Estado —ese que iba a atender primero a los pobres— no ha siquiera llegado a las zonas más marginadas cercanas al puerto.
El Estado puede ser tanto y hoy, en Acapulco, no es nada.