Por Nahum Elías Orocio Alcántara y Dulce María Ramos Mora

La urgencia por combatir el cambio climático está provocando una revolución en la industria automotriz, que ha dado un giro hacia la electrificación de los automóviles, detonando un crecimiento exponencial de esta tecnología. Se estima que, para 2030, habrá más de 100 millones de vehículos eléctricos e híbridos circulando en el mundo. Tan solo en México, entre enero y agosto de 2024, se comercializaron más de 16 mil unidades, y se proyecta que, al cierre del año, esta cifra supere las 20 mil.

Aunque el auto eléctrico se presenta como un emblema de movilidad sustentable, en realidad forma parte de un modelo económico ambiental y socialmente insustentable. Si bien no contaminan en el lugar donde circulan, estos vehículos se alimentan de energía eléctrica, la cual se produce mayoritariamente a partir de combustibles fósiles. En 2023, en México, cerca del 70% de la electricidad provino de la quema de gas natural y petróleo, mientras que solo el 25% correspondió a fuentes renovables. Esto significa que los autos eléctricos trasladan los costos ambientales de su funcionamiento a los sitios donde se genera la electricidad.

Por otro lado, la producción de los autos eléctricos tiene impactos ecológicos y sociales significativos. Para darnos una idea, la fabricación de las baterías, componente clave de estos vehículos, requiere minerales como litio, cobalto, níquel, aluminio y cobre, cuya extracción demanda grandes cantidades de energía y provoca graves daños a los ecosistemas y a las comunidades. Además, su disposición inadecuada al final de su vida útil representa un desafío importante. Aunque las baterías pueden reutilizarse o reciclarse, este proceso es complejo y costoso. Actualmente, solo una pequeña fracción de los materiales —como litio, cobalto y níquel— se recupera. Además, el reciclaje requiere un proceso de desensamblaje manual, lo que limita su viabilidad.

Frente a este panorama, surge una pregunta incómoda: “¿se justifica llevar a cabo un reemplazo masivo de autos particulares por versiones limpias?” La respuesta es clara: no. Los modelos de movilidad basados en el automóvil particular, incluso si son eléctricos, son incompatibles con una transición energética que busque justicia social y ambiental. En lugar de “soluciones” individuales, los recursos deberían dirigirse hacia sistemas de transporte público eficientes, accesibles y sustentables, que beneficien a millones en lugar de a unos pocos.

La movilidad sustentable no puede basarse exclusivamente en soluciones tecnológicas y el empleo de energías renovables; es necesario replantear nuestros estilos de vida, patrones de consumo energético y sistemas de transporte en su conjunto. No se trata de “enverdecer” el sistema actual, sino de transformarlo de raíz.

Una transición energética justa requiere la participación activa de la sociedad, que debe ser protagonista del cambio. Un futuro sustentable y bajo en carbono necesita respetar los límites planetarios y beneficiar al mayor número de personas posible.

Las soluciones que buscamos no están dentro del sistema que nos ha llevado al borde del colapso climático. Si queremos evitar un escenario catastrófico, debemos romper con las inercias que nos atan a este modelo insustentable. Aunque es un desafío monumental, representa una oportunidad histórica para construir un futuro en el que la vida sea el eje central de nuestras decisiones.

Programa Universitario para la Sustentabilidad. Universidad Iberoamericana

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