Hoy en la tarde Joaquín Díez-Canedo Flores recibirá el Premio Juan Pablos al Mérito Editorial , que cada año entrega la asociación de los editores mexicanos a quien “se haya dedicado, a lo largo de su vida, a la difusión de la cultura, a través del libro o de las publicaciones periódicas, en funciones de dirección, planeación y organización de una empresa editorial”. Este enunciado austero, incluso insípido, se ajusta sin duda a la trayectoria profesional del galardonado, pero de alguna manera le queda flojo, pues Joaquín es un editor con una versatilidad poco común, especialista en muchos de los oficios del libro.
A diferencia de su padre y tocayo, fundador de la editorial Joaquín Mortiz, este Díez-Canedo no construyó un catálogo —su catálogo— a lo largo de las décadas, sino que ha ocupado diversas posiciones en empresas privadas e instituciones públicas, tanto en sellos técnicos como literarios, a veces buscando descubrir voces nuevas pero sobre todo dedicado a consolidar los acervos, las tradiciones, los deberes que se le han encomendado. Aún adolescente aprendió a cargar cajas de libros, a corregir galeras e incluso a dictaminar originales, pero en un comprensible gesto parricida se aventuró por los caminos de las ciencias exactas, y aunque no se graduó como físico ha cultivado el ejemplo zaidiano de pensar los procesos editoriales con ayuda de las hojas de cálculo, de cuantificar para comprender: una vez describió con porcentajes y otros detalles numéricos la colección Breviarios del FCE, lo que le permitió asir la médula de esos libros de divulgación e incluso sugerir nuevas líneas para su desarrollo. Y como funcionario público ha sido un practicante de diversos métodos de optimización, por ejemplo para maximizar, dado un presupuesto fijo, el número de títulos a reimprimir o para optimizar los procesos que llevan los libros de texto gratuito hasta los estudiantes de todo el país en el menor tiempo y con el menor costo posibles.
En mi opinión, el rasgo esencial de un editor es la curiosidad, esa comezón intelectual que lo lleva a picotear por aquí y por allá, a imaginar la respuesta de los lectores, a hacer muchos experimentos mentales y algunos en la vida real. Esa hambre esencial ha hecho de Joaquín un sabio discreto en áreas tan diversas como la ornitología y la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX: con total espontaneidad puede mencionar el nombre
científico del petirrojo y ubicar con todo y pie de imprenta la producción narrativa de sus contemporáneos. Atleta del remo y la carrera, gastrónomo de la comida diaria —lo he escuchado disertar sobre los méritos universales de la salsa verde o sobre los secretos para obtener unas papas fritas sin defectos—, amante de los mapas y otros dispositivos para representar información —una de nuestras frustraciones compartidas es no haber logrado traer la obra de Edward R. Tufte al español—, barítono que prefiere el coro al karaoke, la diversidad que lo nutre también se ha visto reflejada en sus capacidades como editor. Díez-Canedo Flores es capaz de redactar un contrato de cesión de derechos, una cuarta de forros, una nota explicativa sin firma al comienzo de un libro atípico, el texto promocional de ese mismo libro, la carta cariñosa y juguetona que acompaña al ejemplar inicial que recibirá el autor.
Quizá porque le tocó atestiguar la metamorfosis digital de las técnicas de producción, del linotipo al libro electrónico, sabe de proporción áurea y almacenamiento en la nube, de ortotipografía y “prestaciones” materiales, como él suele llamar a las características de formato, papel o encuadernación. El chispeante conversador que se revela conforme avanza la tarde y se van vaciando vasos y botellas es también un narrador que bien podría convertir sus relatos orales y de Facebook en atinadas piezas literarias, como confirmará quien se asome a Diccionario para armar, una de las pocas obras con textos firmados por Joaquín. Qué alegría y qué justicia que este jefe, amigo, colega sea celebrado en el Día Nacional del Libro del pandémico 2020.