Fue en diciembre de hace poco más de una década cuando Túnez se inscribía en la lista de países árabes cuya población salió masivamente a las calles a exigir el fin del autoritarismo, libertad y democracia. La llamada Revolución de Jazmín fue el movimiento que terminaría con el régimen de opresión encabezado por el entonces Presidente del país Zine al-Abidine Ben Ali en 2011, apenas un año después de haber comenzado las movilizaciones.
Diez años después las protestas masivas volvieron a ocurrir. Miles de personas se congregaron nuevamente en las calles para protestar contra el actual Presidente Kais Saeid quien actualmente gobierna el país bajo decretos de emergencia emitidos apenas en julio de 2021.
El caso de Túnez es uno más en el que los líderes con tendencias autoritarias han utilizado los poderes de emergencia para allegarse de más poder, amedrentar a la oposición, limitar libertades políticas y cívicas de los ciudadanos y desmantelar paulatinamente las instituciones democráticas en un claro retroceso hacia la iliberalidad.
Kaies congeló el parlamento, despidió al Primer Ministro, aumentó sus poderes presidenciales e inició procesos de investigación anticorrupción centrados en políticos, empresarios y partidos políticos. No pasó desapercibido que durante el anuncio, Saied estuvo acompañado por mandos del ejército. Más grave aún es que los juicios contra civiles se están llevando a cabo en tribunales militares.
Pocos días después de la emisión del decreto de julio, Yassine Ayari, un parlamentario independiente y quien fuera un activista joven durante las protestas de hace una década, fue sacado de su casa, en pijama, detenido y sentenciado por supuestamente “haber realizado actos conducentes a destruir la moral del ejército” luego de que en 2018 publicara críticas en su contra en redes sociales.
Este patrón de detenciones arbitrarias y juicios contra civiles llevados en tribunales militares continúa contra políticos, parlamentarios (cuya inmunidad fue eliminada por el propio Saeid en el decreto de julio) periodistas y miembros de organizaciones de la sociedad civil. Cargos como difamar al presidente o al ejército son utilizados para amedrentar a los críticos del gobierno.
Pero lo más preocupante es que, aún con la gravedad que implican estas decisiones para el sistema político y en particular para la sobrevivencia de la democracia, hay una porción importante de ciudadanos que continúan apoyando al presidente actual. En 2019, Saied contaba con una aprobación por encima el 89% que se cayó luego de la emisión del decreto de julio pero que ha ido recuperando y que hoy sobrepasa ello 70%.
¿La razón? Saied prometió desde su llegada al poder que sería un luchador incansable contra la corrupción y utiliza la persecución contra sus críticos, opositores y enemigos políticos como supuesto ejemplo para la ciudadanía. “Quitarle el poder a las élites corruptas ”, “ayudar al pueblo”. Con su lenguaje pulcro, su imagen acartonada y sus ideas arcáicas, Saied ha convencido a muchos en su país de que sus fines son nobles aunque sus medios quizá no lo sean tanto. Pero para Saied basta recordarle a la gente lo que ocurría antes de la Revolución de Jazmin.
Cuando los ciudadanos comparan a Saied, quien vive aún con su familia en un barrio de clase media con Ben Ali, el dictador tunecino derrocado hace diez años, que presumía su extravagante vida y los excesos con que vivía con su familia, apoyarle parece lo más obvio. Si bien hay muchas diferencias entre ambos mandatarios, también tienen un denominador común, la deriva autoritaria pero parece que eso aún no es claro para muchos ciudadanos. Al tiempo.