En el frío diciembre de 2005, los bolivianos celebraban con júbilo el triunfo del primer presidente de origen indígena en la historia del país. Evo Morales accedió al poder con la firme intención de asegurar su permanencia en él y para lograrlo era indispensable ganarse la lealtad del ejército. Como fuera.

“Los tiempos de las dictaduras han terminado”, declaraba jubiloso Morales en el muy lejano agosto de 2006 durante la conmemoración del día de las fuerzas armadas. Bolivia ostenta el tristísimo primer lugar entre los países que más golpes militares ha vivido en América Latina con más de 20. Para evitar uno, Evo les abrió el grifo del dinero público a través de la creación de empresas públicas administradas por el ejército.

Empezó con la nacionalización de los hidrocarburos, que luego entregó a las Fuerzas Armadas que, hasta la fecha, controlan desde gasoductos hasta oleoductos y refinerías. Luego vendría la creación y entrega de empresas públicas para que fueran dirigidas y operadas por el ejército, desde fabricar explosivos, municiones, proyectos de desarrollo agropecuario, minero, industrial y de infraestructura, hasta (mire usted) empresas de aviación, telefónicas, de fundición, de turismo, cementos, correos, papel, abonos, fertilizantes, semillas, vidrio, textiles, automotriz y un aún largo etcétera.

En 2016, sin embargo, las Fuerzas Armadas de Bolivia enfrentaban serias acusaciones de corrupción. Compras irregulares, incumplimiento de contratos, obras mal ejecutadas, desvío de recursos públicos y enriquecimiento ilícito son algunas de las acusaciones contra excomandantes del ejército, coroneles y otros miembros de las Fuerzas Armadas . Aún así, en aquel año Evo declaraba sin tapujos: "Las empresas públicas que tenemos y las nuevas empresas públicas deben estar a cargo de nuestras Fuerzas Armadas”.

Poco le duraría el gusto esta vez. En noviembre de 2019 con el escándalo del fraude electoral, Evo finalmente se vio forzado a renunciar, tras trece años en el poder, cuando las fuerzas armadas decidieron retirarle su apoyo y respaldar a la oposición. En video, vestido con uniforme de campaña, el comandante de las Fuerzas Armadas le recomendó “abandonar el cargo para pacificar el país […] por el bien de nuestra Bolivia”. La lealtad comprada hasta entonces con cargo al erario, se había terminado. Evo renunció a lo que hubiera sido su cuarto mandato consecutivo, violando la Constitución que él mismo había reformado ya y los acuerdos a los que había llegado con las diversas fuerzas política. La historia se repetía y una vez más, en Bolivia, el ejército fue capaz de forzar la renuncia de un Jefe de Estado.

El México de López Obrador parece empeñado en seguir los pasos de Bolivia. Hoy el ejército mexicano dirige y opera siete empresas públicas cuya inversión asciende, de acuerdo con cifras de México cómo Vamos, a más de 300,000 millones de pesos. A la operación (y construcción como el AIFA ) de aeropuertos y el Tren Maya se suman las destinadas a la explotación y comercialización del litio, la de turismo y como se dio a conocer recientemente una aerolínea. Todo ello sin contar con el sinfín de facultades civiles que el habitante de Palacio Nacional ha transferido a los militares.

Por primera vez tenemos un ejército con intereses económicos que pueden ser afectados si el gobierno en turno cambia. Incentivos muy perversos para mantener la lealtad, incluso con el presidente actual y su grupo si dejaran de ser convenientes.

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