“Quiero salvar [al país] de la corrupción”. En sus palabras, la democracia habría sido corrompida por los gobiernos anteriores y solamente él sería capaz de resarcir el daño y reconstruir una gran nación.

“El principal problema [del país] es la corrupción”, provocada por “el antiguo régimen autoritario y corrupto que está llegando a su fin”.

En el primer caso se trata de Jair Bolsonaro durante la campaña electoral de 2018, elección que ganaría para convertirse en Presidente de Brasil. En el segundo, se trata de Andrés Manuel López Obrador durante su discurso de cierre de campaña, también en 2018.

Cuando en octubre de aquel año Jair Bolsonaro ganaba la primera vuelta electoral el asombro le dio la vuelta al mundo. Un hombre de extrema derecha cuyas posiciones ultra conservadoras le dieron la vuelta al mundo, ganaba en las encuestas lo mismo que en las urnas. El triunfo de Bolsonaro y el de AMLO en 2018 se parecen en al menos dos cosas, en su narrativa populista y en la forma en que ésta fue utilizada en un contexto político muy particular en ambos países.

En México y en Brasil, el hartazgo social derivado de grandes y muy graves escándalos de corrupción entre la clase política gobernante fueron determinantes para que ambos candidatos pudieran obtener votos de todo el espectro político. A cuatro años de aquellas elecciones, el número de “decepcionados” de votar por AMLO se sigue acumulando. Lo mismo ocurrió con Bolsonaro. ¿Cómo dos candidatos tan disímbolos pudieron obtener triunfos tan apabullantes?

El populismo no es exclusivo de la derecha o de la izquierda. Los populistas dividen a la sociedad en grupos antagónicos, uno de los cuales es el bueno (el pueblo) que se enfrenta a una élite corrupta y responsable de todos los males.

En la necesidad constante que tiene el populista de mantener la dicotomía suele recurrir al nacionalismo. Tanto Bolsonaro como AMLO han exacerbado l sentimiento de identidad nacional suele servirle para fortalecer el lazo de unión que tiene con la gente que ve en esa retórica una ovación y reconocimiento propio.

El engrandecimiento de su propia persona, hecha por el líder populista despierta sentimientos de pertenencia y lealtad. Es el único -consideran- que los “ve” que los “reconoce” y “les habla” directamente. Dejan de importar los errores o defectos del líder pues éstos son menos importantes que su capacidad de comunicarse y de “entender” al pueblo. El “resurgimiento de un nuevo Brasil” y la “Cuarta Transformación” son dos caras de la misma moneda. Dos líderes populistas que consideran que son los únicos capaces de “rescatar a la nación”.

El populismo es forma, no fondo. Los líderes populistas por tanto, toman prestados recursos teleológicos más acabados de ideologías con mayor contenido el liberalismo, el socialismo o el comunismo. Al carecer de ideología más allá del recurso discursivo de utilizar el antagonismo pueblo vs élite, podemos encontrar líderes y partidos populistas en todo el espectro político desde Bolsonaro, Donald Trump, Evo Morales, Lula da Silva, Hugo Chavez, Maduro, Erdogan, Viktor Orban, AMLO y un largo etcétera.

Lo lamentable y peligroso es que el discurso populista es tan atractivo que los países pueden transitar de un líder populista a otro, también populista, pero del espectro político contrario. Así le ocurrió a Brasil al pasar de la izquierda socialista del PT (aún con Lula en la cárcel) al conservadurismo evangélico de Bolsonaro. Está por verse si en la segunda vuelta electoral los brasileños decidirán votar en sentido contrario, de Bolsonaro a Lula. Ambos populistas, con un discurso antagónico que lejos de crear unidad, crece alimentando y alimentándose de la polarización.

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