Nicaragua vive tiempos desalentadores. El desmantelamiento del tejido institucional y social continúa sin que parezca haber un gran escándalo internacional por ello. Desde las protestas de abril de 2018, que culminaron con miles de heridos y, al menos, 300 muertos, el presidente Daniel Ortega y su esposa, la Vicepresidenta Rosario Murillo han seguido en la senda de fortalecer el régimen dictatorial que ha estado en el poder desde hace 15 años.
Mientras decenas de miles de personas abandonan el país, internamente la dictadura se radicaliza. La persecución política es el arma favorita para invisibilizar, desalentar o de plano destruir la crítica y acabar con cualquier opositor al régimen sostenido por Ortega y Murillo.
La última víctima de la violencia del Estado es la Iglesia Católica. En una nueva ola de ataques contra líderes de la Iglesia Católica que van desde obispos encarcelados, retenidos por la fuerza, amenazados o expulsados del país, Ortega refrenda su vocación autoritaria. Este último movimiento de la dictadura nicaragüense contra la Iglesia católica y sus sacerdotes, tiene como objetivo, no solamente dar un escarmiento a los clérigos críticos de su gobierno sino también desmoralizar a la población. Todo lo que ocurre con la iglesia, sumado a la suspensión de estatus legal de centenas de organizaciones de la sociedad civil, el cierre de medios de comunicación, el ataque a las cámaras y asociaciones empresariales dejan a la sociedad civill, a los ciudadanos de a pie en una situación muy vulnerable frente a un régimen que no respeta derechos humanos.
El terrorismo de Ortega es bien conocido dede hace varios años, pero en caso de dudas, el propio Ortega y su esposa Murillo confirmaron su vocación antidemocrática y dictatorial cuando, previo a las elecciones presidenciales de noviembre pasado, lo mismo encarcelaba a precandidatos opositores como que cancelaba señales de radio y televisión y etiquetaba a cualquiera que se quejara de la falta de democracia como terroristas o golpistas.
Luego de 15 años en el poder y con América Latina pintándose de rosa (un rosa bastante descololorido hay que decir, aunque esa es otra historia que ya contaré) Ortega parece sentirse a sus anchas para hacer y deshacer a su antojo.
La comunidad internacional ha guardado un silencio que si bien no puede calificarse de cómplice, si tienen mucho de irresponsable. La falta de condena a los abusos cometidos por Ortega no debería continuar. El único presidente latinoamericano que se ha atrevido abiertamente a señalar con el dedo las atrocidades cometidas por Ortega y Murillo en Nicaragua, ha sido el presidente Gustavo Petro, recién electo presidente de Colombia.
“Uno es demócrata en todas las dimensiones. No hay aguas tibias. Uno no puede ser demócrata de la frontera para acá, pero ciego ante los abusos que se cometen de la frontera para allá” ha dicho Pero.
En Septiembre habrá sesión del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas, dicha sesión incluirá un diálogo sobre Nicaragua. Sin duda, este sería el mejor momento para que los jefes de Estado latinoamericanos verdaderamente comprometidos con la democracia se pronunciaran a favor de a liberación de los presos políticos encarcelados por Ortega así como el respeto a los derechos humanos de los ciudadanos nicaragüenses. También será un momento oportuno para mostrar y probar los abusos cometidos, que se genere una condena internacional y se exija el restablecimiento de la democracia.