Hay conceptos que son útiles para explicar las circunstancias y el contexto que vive una Nación. Conceptos que podemos desgranar, estudiar cada parte y luego volver a hilvanar todo, dejarlo en su lugar y observar como se consolida, madura, evoluciona. La democracia es así. Hace 40 años, cuando el mundo vivía una gran ola de democratización, ésta, la democracia, se convirtió en el hito a alcanzar. En el arquetipo del desarrollo y el cambio.
Elecciones y libertades. Dos elementos que, aunque insuficientes, fueron la punta de lanza para transformar naciones y la vida de sus ciudadanos. El éxito fue tan rotundo que para el 2005 la democracia era el sistema político por excelencia. Freedom House destacaba en su reporte de ese mismo año que la democracia había crecido en 41 por ciento tan sólo en los 15 años previos. En promedio tres naciones cada año de aquellos 15, habían adoptado sistemas electorales competitivos y libertades civiles y políticas.
El camino de la democracia estaba trazado y parecía irreversible. Sin embargo, este gran crecimiento fue un espejismo. Pocos años después el mundo sería testigo de un nuevo cambio en el paradigma liberal. Una transformación que aún está en proceso y que puede llevarnos a un estadio político nada deseable pero que empieza a ser tendencia y puede parecernos conocido. La llamada democracia “iliberal”.
Se trata de un sistema en el que las elecciones se mantienen, los ciudadanos pueden acudir a las urnas, sin embargo, sus gobernantes no son responsables por sus acciones y comienzan un proceso incremental de destrucción institucional socavando derechos y libertades políticas y civiles. En los regímenes iliberales, el propio gobernante en turno se encarga de debilitar la estructura y el entramado institucional del Estado, que no tiene empacho en dañar la economía si con ello puede destruir a sectores opositores y se sustenta en un discurso que prioriza el nacionalismo por sobre cualquier otra política. Aún si es necesario eliminar la laicidad estatal o reescribir la historia.
Por supuesto un gobierno así se enfrentará a duras críticas y desmentidos desde la academia, los medios de comunicación y la propia sociedad. No es casualidad entonces que todos ellos se conviertan entonces en enemigos y sean acusados de dar datos falsos (fake news), de “manipular” los mensajes o de tergiversar las cosas o de no tener “calidad moral”. Que se busque a través de usar los diversos mecanismos estatales, debilitarlos políticamente pero también financieramente. Cambios legales, disminución de recursos y un constante ataque desde el poder se convierten en la tónica.
No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos recientes de illiberalismo. Donald Trump en Estados Unidos sería el más cercano a nuestro país. Pero también encontramos en Turquí a Recep Tayyip Erdogan (de quien ya les he contado antes por aquí https://www.eluniversal.com.mx/opinion/solange-marquez/el-destructor-de-la-democracia), a Viktor Orbán en Hungría (de quien también les he contado antes https://www.eluniversal.com.mx/opinion/solange-marquez/los-jueces-bajo-ataque y https://www.eluniversal.com.mx/opinion/solange-marquez/ataques-la-academia-deconstruyendo-la-democracia)
López Obrador no es un demócrata en el sentido más amplio de la palabra. Tampoco lo es en el mas básico. Las libertades le estorban, sobre todo aquellas que se usan para criticar su gobierno. Los recientes ataques del habitante del Palacio Nacional contra las universidades, pero particularmente contra la UNAM, no son otra cosa que una muestra más del iliberalismo autoritario que pretenden implantar en México. Un país sin libertades pero que tiene que “agradecer” por tenerlo a él que si sabe lo que el pueblo quiere y lo que necesita. Un megalómano más que sumar a la lista de destructores de la democracia.