A pesar de sus afanes, AMLO no tiene la estatura de los populistas, nacionalistas latinoamericanos. No tiene el arrastre de Perón, la estrategia de Chávez o el respaldo ideológico ni la genealogía de Evo Morales. AMLO fue un populista en el discurso de campaña pero es un mal burócrata en el ejercicio del poder.

AMLO no es un ideólogo, no busca la integración de América Latina, más aún, el subcontinente parece importarle bastante poco. Sus acercamientos con líderes latinoamericanos son contados, sus referencias al movimiento de integración continental son prácticamente inexistentes. Es evidente que no tiene ningún interés en reconocer y encumbrar una identidad latinoamericana como sí lo han hecho líderes populistas de otros tiempos.

AMLO no es un revolucionario de izquierda. Durante sus años de oposición política fue más un revoltoso que un revolucionario. La quema de pozos petroleros, la toma de Av. Reforma en la Ciudad de México y las marchas fueron siempre instrumentos para ascender en la política partidista. Nada más. Sus discursos de campaña fueron un espejismo de lo que es en la realidad la 4T.

Los discursos encendidos que prometían acabar con la pobreza, que daban espacio a las ideas divergentes, se terminaron. La crítica al poder se acabó cuando él mismo se convirtió en el centro del poder. López Obrador es un ocupante vacío de la silla del águila. Sin ideas innovadoras, sin claridad en el rumbo y sin mayor plan, ni estructura para formar un gobierno diferente que cumpliera su promesa de transformar a México.

Por eso su discurso en el 75 aniversario de las Naciones Unidas fue lo que fue. Apagado, aburrido, pero sobre todo falto de contenido. Ni siquiera fue nacionalista. Un discurso ajeno a los temas internacionales. Ni siquiera su desafortunada referencia a Mussolini dejó algo importante o interesante que decir. Su admiración por el populismo y el fascismo es enfermiza, pero quizá lo sea más su incapacidad para replicar movimientos como esos.

Volvió a explicar -y a explicarse- su puesta en escena de la cuarta transformación. Una mala clase de historia en el escenario incorrecto en un mundo que hoy atraviesa por las peores crisis, de salud y económica, de las últimas 5 décadas. Su supuesto lugar en la historia como un reformista, como el hombre que llegó a cambiar a México, a sacarlo del atolladero en el que había estado desde hace décadas hasta que él llegó, como salvador único. Un héroe verdadero, sin capa ni antifaz pero lleno de ideas. Un cuento que cada vez menos gente se cree. Afortunadamente.

A casi dos años de gobierno, es evidente que el gobierno actual se ha quedado sin hilo conductor, sin mapa de ruta. Detrás del discurso vacío de combate a la corrupción no hay más. Y digo vacío porque en estos dos años los escándalos de corrupción salpican a diversos funcionarios públicos, muchos muy cercanos al Presidente, sin que ello implique medidas correctivas.

Ni un ápice de congruencia entre lo que se dice y lo que se hace. Es claro que para López Obrador la honestidad, la preparación académica, la experiencia laboral y los buenos resultados, pasan a segundo o tercer plano. Lo importante es la lealtad. Una supuesta lealtad entendida por él como “hacer lo que yo digo sin chistar”. Las renuncias de distintos integrantes de su gabinete y sus propias palabras (“no sé delegar”) son el ejemplo perfecto.

Con suerte, AMLO dejará el poder en 2024 y para su sorpresa (no la nuestra) no pasará a los libros de historia en el futuro como un transformador, no lo hará como populista ni mucho menos como un héroe. Su gestión probablemente ocupe un lugar especial entre las historias más absurdas de aquello que le ha sucedido a México, entre aquellas lecciones aprendidas que no deberían repetirse nunca más.

Twitter: @solange_  

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