Era la Navidad de 1991 cuando la bandera soviética se arriaba por última vez. En un discurso televisado Mikhail Gorbachov anunciaba su renuncia a la presidencia del que había sido, hasta entonces, uno de los países más poderosos del mundo. En los casi once minutos que duró su discurso el todavía presidente criticaba abiertamente la polarización y desunión que habían conducido al golpe de Estado que lo mantuvo fuera del poder por tres días.

¿Fue el último líder del partido comunista ruso un líder o un villano? La respuesta a esa pregunta depende del punto geográfico en el que se realice. En Occidente, Gorbachov suele ser visto como un héroe, como un gran transformador, como el hombre que llevó la libertad a las repúblicas socialistas; el político más importante de la segunda mitad del siglo 20.

El proceso de transformación del país fue tan rápido y tan radical que, el propio Gorbachov reconocía, fue imposible prever las enormes complicaciones políticas que traería. A pesar de todo, Gorbachov se sentía orgulloso de haber permitido que su país “ganar libertad y se liberara política y espiritualmente, este -señalaba en su discurso de renuncia- es el logro más importante que aún no hemos comprendido completamente, porque uno hemos aprendido a usar la libertad”.

Pero su legado se extiende más allá de lo que fue la cortina de hierro. Con la aplicación de la Glásnost y la Perestroika, una serie de reformas introducidas por Gorbachov para transformar la economía, la política y la sociedad que pudieran acabar con el Estado totalitario, llegó también el fin de la Guerra Fría y la reducción del armamento nuclear.

Era el fin de una era, el fin de un sueño cuyo principal culpable para muchos, incluido un aún joven, Vladimir Putin, era precisamente Gorvachov. En su discurso anual sobre el Estado de la Nación en abril de 2005, Putin calificaba el colapso de la Unión Soviética como “una verdadera tragedia" para el pueblo ruso, más aún como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo”. En entrevistas posteriores, Gorbachov reconoció que fue incapaz de controlar los afanes separatistas e independentistas que traerían consigo el colapso del imperio soviético. El drama del país fue también su drama.

Sin embargo, sus críticos en Rusia van más lejos, hacia su estilo de gobernar. Aún cuando la democracia y la libertad eran parte de su discurso, su actuar como gobernante no cumplía con ese mismo estándar. Ejemplo de ello fueron los 16 días que tardó en reconocer el accidente de la planta nuclear de Chernobyl ocurrida en abril de 1985. Una tragedia que cobró muchas vidas inocentes, desde los bomberos expuestos a la radiación, hasta los ciudadanos de Bielorrusia lugar en el que terminó cayendo la tormenta artificial provocada para bajar la radiación creando problemas de salud (principalmente cáncer) para miles de personas que, décadas después, siguen muriendo.

Luego del accidente, se permitió (incluso se alentó) que se realizarán las festividades para conmemorar el día de los trabajadores en que decenas de miles de personas salieron a las calles. Ni una sola mención se hizo sobre el accidente. Gorbachov permaneció ahí, por dos horas mirando pasar a la gente y agitando la mano.

Aquella fría noche de Navidad de 1991 la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas había dejado de existir. Gorbachov pasaría a la historia como su artífice, para bien y para mal.

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