El 5 de abril pasado se cumplieron 28 años del auto-golpe de Estado de Alberto Fujimori, entonces Presidente de Perú. Eran las 10:30 de la noche cuando los peruanos fueron sorprendidos por un mensaje a la Nación en el que el Presidente anunciaba la disolución del Parlamento, de la Corte Suprema de Justicia y de un gran número de órganos estatales cuya función primordial era controlar el poder ejecutivo, encabezado por el propio Fujimori.

Con el apoyo del ejército, Fujimori destruyó una a una las piezas que conforman una democracia, por mínima que sea. Atacó a sus adversarios políticos hasta dejarlos en la marginación, arrestó y secuestró a legisladores de oposición, destruyó cualquier tipo de crítica, censuró medios de comunicación y se erigió como el único poder con la misión de “cumplir con la transformación del país”.

Con el apoyo del Ejército, Fujimori comienza un régimen dictatorial que durará 8 largos años en los que, al menos al inicio, contó con el respaldo de una población harta de la corrupción y mala gestión de funcionarios públicos y partidos políticos y de la violencia y terrorismo de grupos guerrilleros.

Enfundado en un discurso que hacía creer que su mandato serviría para regenerar y transformar al país, Fujimori fue degradando poco a poco, la confianza (poca o mucha) que tenían los ciudadanos en el resto de las instituciones del Estado erigiéndose él mismo como el único honesto, el único capaz de hablar con el pueblo “directamente y de forma realista”. Ya desde su investidura, el recién electo Presidente sentó las bases de lo que sería su estrategia discursiva.

Del “heredamos un desastre” que decía en su discurso de toma de protesta en 1990 siguió, en 1992, un “¿Quién debía […] decir basta a tanta corrupción? […] Tenía que ser […] el Ejecutivo el que diera ese paso adelante […]” y frente a la disyuntiva de violar o no la Constitución dejó en claro que ésta no estaba hecha para el pueblo “el Presidente o el pueblo no podían utilizar la Constitución para el cambio [pero] si eran utilizadas […] para que delincuentes […] burlaran la justicia. Extraña democracia, ancha para los vivos y angosta para los honrados.”

Esta dicotomía, común entre los populistas, fue ampliamente utilizada por Fujimori desde el inicio pero también en el resto de su dictadura. Fujimori trabajó durante dos años en crear, en el imaginario colectivo, una amenaza creíble. Una que aseguraba que los privilegiados, el narcotráfico y las guerrillas, se habían apoderado de las instituciones (y por tanto las propias instituciones del Estado) y su único objetivo era atacar al pueblo. Cuando una sociedad se enfrenta a una amenaza como la anterior suele mostrarse dispuesta a renunciar a sus derechos si con ello pueden hacerle frente.

Este fenómeno no es exclusivo de Perú. En México, López Obrador ha sustentado su presidencia en la polarización social y con cada mañanera azuza a sus seguidores a atacar a sus críticos, ya sean estos empresarios, la clase media, los medios de comunicación o los médicos y personal de salud que hoy combate la pandemia del Covid en el país. Todos conservadores y neoliberales bajo la óptica presidencial. Y la mejor muestra es el decreto que abre de par en par las puertas para la militarización del país no es una coincidencia. En estos días de pandemia, el Presidente está llevando el discurso antagonista al extremo. En un entorno de carestía económica es evidente que el hilo se va a romper pronto, la pregunta pertinente es ¿qué hará entonces el Presidente?

Twitter: @solange_  

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