Si observamos la escena política en América Latina podemos ver el pronunciado declive que está sufriendo la democracia y sus instituciones, especialmente en el último año y medio.
Decía Karl Loewenstein que “A menos que [el poder] se ejerza dentro ciertos límites... es susceptible de transformarse en tiranía caprichosa y despotismo arbitrario”. Los límites al poder, el control del poder, es indispensable para que una democracia no sólo funcione sino que siga existiendo. Y son justamente esos límites los que están sufriendo los embates encabezados por líderes con tintes autoritarios.
Tan solo en las últimas semanas acumulamos ejemplos en cuatro países distintos, El Salvador, Argentina y México. Ejemplos que van desde la destitución de todos los Magistrados integrantes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en El Salvador, orquestada por la mayoría en la Asamblea Legislativa de El Salvador hasta la extensión de mandato del Ministro Presidente de la Suprema Corte de Justicia de México, votada por el partido oficialista Morena en una clara violación a la Constitución.
Utilizando mayorías parlamentarias, electas libremente por la ciudadanía, Nayib Bukele, Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador han buscado eliminar los mecanismos de control del poder y límites constitucionales que ostentan otros órganos del Estado, particularmente el Poder Judicial. Las supermayorías parlamentarias les dan a presidentes con tendencias autoritarias, el marco perfecto para buscar hacerse con el control de todas las ramas de poder del Estado.
Bajo el pretexto populista de hacer todo “por el bien del pueblo”, estos líderes junto con sus partidos oficiales, van minando poco a poco la credibilidad de los otros órganos de poder, como el judicial o los órganos constitucionales autónomos, destruyendo la independencia de la prensa y de la academia que termina por caer bajo amenaza o, peor aún, en la autocensura. Eliminando la crítica, centralizan el poder. Uno ahora sin límite ni control.
Sin embargo el mayor peligro para las democracias no son realmente estos sátrapas con alma de dictadores, son los propios ciudadanos dispuestos a salir a votar, nuevamente, por ellos o por sus institutos políticos. El peligro es que una buena parte de la ciudadanía siga apoyándolos y esté dispuesta a votarles conociendo su ineptitud, el desastre de sus políticas públicas, sus aires autoritarios y sus reacciones pueriles ante la crítica. El peligro es que las conocen y aún así lo defienden.
Que los ciudadanos de cualquier país estén dispuestos a votar voluntariamente por un líder autoritario, voluntariamente en contra de la democracia que es la que les garantiza su derecho de acudir y votar libremente es el mayor riesgo que enfrentan nuestros países.
Es grave que haya presidentes como Bukele, Fernández o López Obrador que sean mentirosos compulsivos, que vivan en sus fantasías y en sus delirios de grandeza. Pero es aún más grave que los electores conozcan su mitomanía, vivan su ineptitud y sean víctimas de sus malas políticas y aún así no sólo les defiendan sino que estén dispuestos a votarles nuevamente para que ellos y sus partidos se queden con el poder aunque eso traiga consecuencias nefastas para todos.
La discusión sobre la defensa de la democracia tiene que transitar por dejar de diagnosticar a los autócratas y comenzar por hacer un diagnóstico más certero de las razones que hay detrás de ese voto, uno que vaya más allá de la explicación reduccionista del “hartazgo” con la clase política y los políticos de antaño. Hasta entonces, no seremos capaces de construir opciones distintas para la ciudadanía. Mientras tanto, el tiempo de la democracia en esos países, podría estar contado.
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