Un año después de las grandes movilizaciones sociales que en Bolivia obligaron a Evo Morales a abandonar el país, sorpresivamente su partido político, el MAS (Movimiento al Socialismo) y su candidato a la presidencia ganaron las elecciones del domingo pasado.
Un escenario que pocos hubieran imaginado luego del golpe militar de noviembre del año pasado que obligó a Morales a exiliarse, primero en México y finalmente en Argentina. Escenario originado, vale recordar, por la afrenta electoral de Evo al intentar reelegirse por cuarta ocasión a pesar de estar en franca violación constitucional.
Recordemos que, en agosto del año pasado, Evo, con el apoyo de un Tribunal Constitucional a modo intentó imponer su candidatura presidencial, la cual no sólo era a todas luces anticonstitucional sino que además iba en contravención del mandato de la ciudadanía que en 2016 le dijera que NO a su intención de seguir en el poder. La debacle política que vino en los meses siguientes es historia conocida. Evo perdió gran parte del apoyo popular que había logrado hasta entonces y la oposición se robusteció gracias a ese enojo ciudadano.
Frente a esta coyuntura, a menos de un año, el refrendo al MAS y a Evo parece inconsistente. Si la ciudadanía estaba molesta por el intento de Evo de reelegirse ¿por qué votar de nuevo por su partido político? Dos factores incidieron para la vuelta del MAS al poder: 1) la estrategia política liderada por el propio Evo desde Argentina y 2) los graves -gravísimos- tropiezos de la oposición tanto en el poder como en la propia campaña.
A diferencia de lo ocurrido en los últimos 14 años, el candidato presidencial postulado por el MAS no fue Evo, fue Luis Arce, Ministro de Economía del gobierno de Morales durante la mayor parte de su gestión. A Arce se le atribuye ser el cerebro detrás de los logros económicos de Bolivia. Un hombre de clase media, de postura más centrista y conciliadora que le permitió acercarse a un sector de la sociedad que ya no quería más a Evo. Postular a Arce fue casi tan estratégico como mantener a Evo al frente de la campaña (aún en el exilio) a sabiendas de que su carisma y personalidad aún tienen incidencia en ciertos sectores de la sociedad.
Sin embargo, la estrategia de Evo, Arce y el MAS no podría haber dado resultado sin los innumerables errores cometidos por la oposición. En una lectura forzada del proceso de sucesión presidencial establecido por el artículo 169 de la Constitución Boliviana (y violando el proceso de renuncia detallado en el Reglamento del Senado), en noviembre Jeanine Añez asumió la Presidencia en su calidad de Vicepresidente del Senado, con el mandato constitucional de organizar elecciones en un plazo no mayor a 90 días.
Añez perdió el rumbo y no sólo no cumplió el mandato en los tiempos establecidos por la Constitución, puso en marcha un plan de gobierno para el cual no había sido electa. Malas decisiones, acusaciones de corrupción (en tan sólo 11 meses de gobierno) y un discurso polarizador y agresivo, le restaron cualquier posibilidad de triunfo. Una oposición poco coherente, sin propuestas claras, basada sólo en el ataque fue insuficiente para la ciudadania. El regreso del MAS, visto así, no era tan impredecible.
Bolivia es, hoy por hoy, un ejemplo de lo que puede ocurrir cuando la ciudadanía se enfrenta a unas elecciones en las que quiere cambiar a quien está en el poder pero no tiene opciones viables para escoger. Partidos de oposición débiles, fracturados y corruptos son el ingrediente perfecto para fortalecer gobiernos populistas.