En el mundo de la justicia, algunas decisiones han dejado una huella, no solamente por el impacto inmediato que provocaron, pero sobre todo por la forma en que cambiaron el curso de la historia. Un ejemplo emblemático es el caso Brown v. Board of Education en Estados Unidos.
En 1954 la Corte Suprema declaró inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas, desafiando una práctica profundamente arraigada y ampliamente aceptada: la existencia de escuelas para blancos y para negros. Oliver Brown, en representación de su hija Linda Brown, y otros padres demandaron a la Junta de Educación de Topeka, Kansas, después de que sus hijos fueran obligados a asistir a escuelas segregadas, lejos de sus hogares y con recursos inferiores en comparación con las escuelas para blancos. La Corte Suprema, en una decisión unánime, concluyó que esta segregación era inconstitucional.
Fue una sentencia que se convertiría en la piedra angular del movimiento de derechos civiles en Estados Unidos. Sin embargo, en la década de 1950, la población de Estados Unidos estaba compuesta mayoritariamente por blancos, con un 89.5% de la población, mientras que la población negra representaba alrededor del 10%. En ese entorno, la valiente decisión de la Corte brilló por su apabullante impopularidad.
Hoy nuestro país enfrenta el falso dilema de reformar el poder judicial y transformar de raíz un órgano del Estado de cuya independencia del poder político, depende buena parte del futuro de nuestra democracia. La propuesta presidencial pone como prioridad la elección popular de jueces sometiéndolos a presiones políticas y electorales, pero sobre todo, sometiendo sus decisiones a la búsqueda de la popularidad. Las elecciones judiciales pueden ser dominadas por partidos políticos, erosionando la confianza pública en la imparcialidad del poder judicial. La independencia judicial es crucial para proteger los derechos de las minorías y garantizar decisiones justas, incluso frente a la oposición popular.
A esto hay que sumar la injerencia de los poderes económicos e incluso de las organizaciones criminales. La justicia a merced de quienes tengan los recursos para financiar campañas. Todos estos argumentos esgrimidos en distintos foros, pero que, sin embargo, parecen no haber encontrado eco en el nuevo gobierno.
Dados los contundentes resultados del pasado 2 de junio, es evidente que habrá una reforma judicial. Por ello hago una propuesta de reforma que considere el legítimo reclamo de transparencia en el poder judicial pero de una forma que garantice su autonomía e independencia, de otros poderes políticos, económicos o, como ya he dicho, criminales.
Un modelo que podría funcionar en México es el inspirado en Japón, donde los jueces de la Suprema Corte son designados por el Gabinete (cuyos miembros son, en su mayoría, miembros del Parlamento), sin embargo, deben ser ratificados por el voto de la población mediante un referéndum celebrado en las siguientes elecciones parlamentarias y confirmarían su posición en otro referéndum 10 años después. Este sistema mantiene un equilibrio entre la rendición de cuentas y la independencia judicial. Los jueces no están sujetos a campañas electorales continuas, lo que les permite actuar con mayor independencia.
En el caso de México los Ministros de la Suprema Corte serían propuestos y nombrados por mayoría calificada del Senado, pero sus nombramientos serían revisados mediante referéndum en la siguiente elección general de la Cámara de Diputados posterior a su nombramiento. Los jueces enfrentarían otra revisión en la primera elección general de la Cámara de Diputados después de 6 ó 12 años.
El sistema de referéndum asegura que los jueces permanezcan responsables ante el público sin la presión continua de las campañas de reelección y asegurando que cuentan con los requisitos más altos para ocupar espacios de tanta trascendencia para proteger los derechos ciudadanos.
Aunque democratizar el proceso judicial parece atractivo, la reforma judicial presentada por el presidente actual y apoyada por la presidenta electa podría traer más problemas que soluciones. Al igual que en el caso Brown, la justicia debe ser capaz de tomar decisiones basadas en la ley y no en la popularidad.
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