Desde que llegó a la Presidencia, el primero de diciembre de 2018, Andrés Manuel López Obrador ha trastocado los endebles pilares de la democracia mexicana. Aún antes de comenzar su periodo presidencial, López Obrador ya era motivo de acalorados debates por su tendencia a dividir a la sociedad y enfrentar unos contra otros.
Nunca antes México había tenido un presidente, electo democráticamente y con una enorme legitimidad, que se dedicara a atacar a la propia autoridad electoral que organizó y permitió su arribo al poder, que atacara a periodistas, medios de comunicación, académicos y opositores por igual. Que mintiera descaradamente sobre temas álgidos como el manejo de la pandemia, el financiamiento de su campaña o las acusaciones de corrupción y abuso de poder contra diversos integrantes de su gabinete y contra su propia familia.
Años antes de la llegada de López Obrador a la Presidencia, en México se debatían los procesos que habrían de llevar al país a una consolidación de la democracia. Elecciones limpias y alternancia en el poder eran, en la década de los 90, el objetivo a lograr para empezar a democratizar al país. La democracia mexicana encontró en la organización electoral, a través del IFE, ahora INE, y en el respeto al voto libre y secreto, el asidero que necesitaba para comenzar una transformación institucional.
En las últimas encuestas el presidente ha reducido su popularidad, aunque aún se encuentra por encima del 58 por ciento de aprobación ciudadana. Sólo una minoría desaprueba su gobierno. Entonces ¿por qué promover un referéndum revocatorio (recall election) contra sí mismo? ¿Qué objetivo persigue con movilizar a sus seguidores a participar en un ejercicio creado, supuestamente, para quitarle el poder a un presidente con baja popularidad? ¿Acaso no es absurdo que un mecanismo que busca remover al presidente sea promovido y auspiciado por él mismo y no por sus opositores?
Esta ley fue impulsada por el propio presidente de México y, pese a lo que pudiera parecer, no se trata de un mecanismo de control del poder sino de uno que está permitiendo al gobierno aumentar su propaganda y su campaña en contra de las autoridades electorales.
El uso de este mecanismo en distintos países latinoamericanos ha demostrado su inutilidad para fortalecer el control ciudadano del poder. Lejos de eso, suele convertirse en un instrumento plebiscitario que le da al titular del Ejecutivo, aún más poder al debilitar al resto de instituciones.
Casos como el de Bolivia en 2008, con Evo Morales a la cabeza, son ejemplo de la forma en que un presidente puede lograr aumentar su posicionamiento político y con ello conseguir el apoyo necesario para embarcarse en proyectos más ambiciosos. El revocatorio de Evo le permitiría obtener el apoyo suficiente para aprobar una nueva Constitución en 2009.
López Obrador ha dedicado varios meses de campaña para desprestigiar a los consejeros que integran la autoridad electoral. Bajo el pretexto de una radical política de austeridad, quiso forzarles a reducir sus salarios y prestaciones y ante su negativa, ha puesto a una parte de la ciudadanía en su contra usando el podio presidencial cada mañana.
Ahora el presidente promueve la revocación contra sí mismo, utilizando recursos económicos y movilizando a su partido (que mañosamente promueve el ejercicio como uno para lograr “que el presidente se quede”) para luego usar el resultado (sea cual sea) como un pretexto para justificar una reforma electoral que le permita destituir a los consejeros actuales para nombrar en su lugar a incondicionales.
Todo esto, mientras en el país se incrementa el número de homicidios perpetrados por el crimen organizado, los ataques a periodistas continúan, y las perspectivas de recuperación económica se desploman. Pero ninguno de estos asuntos parecen ocupar un lugar en las prioridades presidenciales.
El referéndum revocatorio será, cuando menos, un momento definitorio del futuro de la autonomía de las autoridades electorales y con ello de la democracia en México. Participar, aun para apoyar la salida del presidente, es una forma de dar legitimidad a un ejercicio viciado de origen. No le demos al presidente nuestro voto para justificar la destrucción de nuestro sistema electoral. Por eso, yo no votaré en el revocatorio.