Años antes de la llegada de López Obrador a la presidencia, en México se debatían los procesos que habrían de llevar al país a una consolidación de la democracia. La postura enarbolada por una gran cantidad de comentaristas y analistas era que “para garantizar un régimen democrático, era indispensable lograr un verdadero Estado de Derecho ”.
Elecciones limpias y alternancia en el poder era, en la década de los noventas, el objetivo a lograr para democratizar al país. Luego de décadas de presión ciudadana y política en México alcanzamos el mínimo indispensable para ingresar al club mundial de las democracias. Aún en pañales y dando tumbos, la democracia mexicana encontró en la organización electoral , en el respeto al voto libre y secreto, el asidero que necesitaba para comenzar una transformación institucional que fuera reconociendo más derechos a los ciudadanos, limitara el poder político (especialmente el presidencial) y que condujera a una mayor transparencia y rendición de cuentas.
Fue la creación del entonces IFE, su carácter de organismo independiente del poder presidencial y la integración ciudadana y académica de su consejo quienes hicieron eso posible. El IFE que devino en organismo autónomo y que se transformó en INE es una de las instituciones que goza de mayor confianza ciudadana, por encima de la Presidencia de la República. López Obrador llegó al poder gracias a la impecable labor de la autoridad electoral. Pero eso no es importante para el hoy presidente.
López Obrador proviene de una idea de poder anquilosada en los setentas, en la forma de gobernar de Echeverría y López Portillo. Presidentes autoritarios que crearon la ilusión de una democracia multipartidista con elecciones periódicas cuyo resultado era conocido de antemano. El habitante del Palacio ha demostrado, con hechos, que añora volver a los tiempos de una Presidencia Todopoderosa con poder centralizado donde cada funcionario público le rinda pleitesía y se arrodille ante su mandato. Los organismos autónomos como el INE le disgustan y le estorban.
Por eso quiere librarse de ellos. Y para hacerlo hace uso de lo que sabe hacer bien. Manipular, engañar y vilipendiar. La estrategia de AMLO es casi la misma que la que usó hace dos décadas, si acaso la ha perfeccionado y hoy cuenta con más recursos -los de la presidencia- y más poder que el que tenía en aquel entonces. Y es ese poder el que ahora usa para denostar y desprestigiar al Instituto Nacional Electoral. Con medias verdades, otros datos y mentiras llanas, el Presidente y el partido oficial, buscan destruir la credibilidad de los ciudadanos en la autoridad electoral.
La revocación de mandato es una estratagema que se inscribe en este interés por destruir a la autoridad electoral. El Presidente promueve la revocación contra sí mismo, utilizando recursos económicos y movilizando a su partido para luego usar el resultado (sea cual sea) como un pretexto para justificar una reforma electoral que le de el tiro de gracia al INE.
Frente a una oposición debilitada y maniatada por sus propias taras y liderazgos obtusos, López Obrador continúa consolidando su presencia mediática marcando la agenda diariamente. El Presidente ha seguido la misma estrategia de comunicación social que utilizó cuando fue Jefe de Gobierno. Mismo esquema de aparición diaria, de sermón, de crítica a los errores de los adversarios políticos sin el mas mínimo remordimiento por los -muchos- errores de su propia administración. Mismos procedimientos y misma ineficacia para crear una estrategia propia para hacerle frente.
Y esa es la oposición llamada a defender al INE y nuestro derecho a elecciones limpias, imparciales y a un voto libre y secreto . Esperemos que esta no sea la última llamada antes de perder este pilar esencial de nuestra, imperfecta, pero al fin democracia.