En 1999 Hugo Chávez en Venezuela obtuvo un 56 por ciento de votos en su primera elección, número igual al logrado por Rafael Correa de Ecuador poco más de 5 años después, en 2005, año en el que Evo Morales lograría por su parte, el 54 por ciento.
Cuando en 2006 Daniel Ortega resultó triunfador en las elecciones presidenciales de Nicaragua, alcanzó el 38 por ciento de votos. Un número lejano a los porcentajes alcanzados por otros dictadores, populistas de la región en su primera elección, aquella que les llevó al poder al que se han aferrado —o lo han intentado— con uñas y dientes.
Daniel Ortega, al igual que el resto de megalómanos de la región, arropó su propaganda con un discurso nacionalista, revolucionario y de supuesta refundación de la nación. Algo parecido a la mexicana “Cuarta Transformación” de López Obrador. Una promesa de transformar de raíz el sistema, de acabar con la corrupción emanada de los gobiernos anteriores para darle “todo el poder al pueblo”.
Promesa carente absolutamente de contenido y de un interés real por los ciudadanos, pues las modificaciones constitucionales y legales, la política pública proveniente de “La Casa de los Pueblos”, iban enfocadas a lograr las únicas dos cosas que de verdad le han importado a Ortega desde que llegó al poder. La primera, acumular el poder en su persona desmantelando poco a poco la estructura institucional del resto de los poderes del Estado y la segunda, mantenerse en el poder contra viento y marea, aunque eso haya implicado modificar la Constitución hasta volverla un documento aún más autoritario que aquel que existía en Nicaragua cuando peleó contra el régimen del dictador Anastasio Somoza.
Lo demás ha sido parte de la estrategia para lograr lo anterior. El uso de programas sociales para generar clientelas electorales; el ataque y desmantelamiento de las instituciones nicaragüenses, empezando por las ramas judicial y legislativa, pero pasando por el resto de organismos del Estado que poco a poco pasaron a estar en manos de leales a Ortega. El ataque a académicos, intelectuales y medios de comunicación. La compra de lealtades dentro de su propio partido al crear figuras que convertirían a sus aliados en legisladores vitalicios. Dentro de la oposición, las lealtades se obtenían manipulando, cooptando o amenazando a dirigentes y legisladores.
El doble discurso, socialista y amigo de Chávez y de los Castro, pero aliado de los empresarios nicaragüenses con quienes durante años mantuvo buenas relaciones. Relaciones que se resquebrajaron cuando el sector empresarial decidió meterse en política y proponer y apoyar candidatos presidenciales en 2021. Sin embargo, a diferencia de Chávez, Correa o Morales, el movimiento que permitió la llegada de Ortega al poder no era un movimiento popular, sino uno meramente electoral.
El pasado 10 de enero, Daniel Ortega fue investido por quinta vez como presidente de Nicaragua, país que ha gobernado con mano dura desde hace 14 años. Tomó posesión, luego de un proceso electoral plagado de irregularidades, en el que, abusando de los poderes del Estado, encarceló a todos los candidatos opositores acusándoles de querer derrocarlo. En la cárcel muchos de ellos enfrentarán incluso penas de cadena perpetua cuando les apliquen la ley, aprobada por los sandinistas apenas hace poco más de un año e impulsada por el propio Ortega.
Los autócratas atacan instituciones, a la academia y a los medios. Tienen miedo a las libertades democráticas. Pero todos ellos se parecen. Los populistas y autoritarios usan formas parecidas y podemos reconocerlos, quizá lo que aún nos haga falta entender es la forma y el momento de detenerlos antes de que sea tarde.
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