Las reformas impulsadas por la 4T en el Congreso de la Unión atentan contra principios constitucionales históricos y configuran un fraude constitucional que habilita el desacato a las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La “captura” del Poder Judicial de la Federación se realiza por distintas vías que buscan reducir su capacidad de contrapeso. Por una parte, su renovación total en 2025 y 2027 a través de la elección directa, genera condiciones para una composición oficialista. Además, se impulsa una serie de reformas que, incluso con su conformación actual, buscan limitar por vía legislativa el rol de garante del orden constitucional y conformar un texto constitucional que permitiría incumplir con sentencias internacionales.

La reforma de la Guardia Nacional que hace de esta corporación una fuerza armada permanente con funciones de seguridad pública es contraria a las Constituciones de 1857 y a la actual de 1917 que limitaron el rol del Ejército en tiempos de paz, ignorando una cláusula vigente por más de 160 años, profundizando la militarización de la vida pública del país. Asimismo, incumple sentencias de la Suprema Corte y de la Corte Interamericana que señalan que la seguridad es una función de carácter civil, no militar, y que las fuerzas armadas solo pueden desempeñarse en estas tareas de forma excepcional, temporal y bajo el mando de las instancias civiles.

Por su parte, la reforma judicial contiene un artículo transitorio que ordena su interpretación “literal” y prohíbe cualquier suspensión o inaplicación. Esta cláusula nulifica el control de convencionalidad. Lo mismo sucede con la iniciativa sobre prisión preventiva oficiosa que, –en claro desacato a la condena de la Corte Interamericana del caso García Rodríguez–, amplía los delitos de prisión automática y prohíbe al Poder Judicial inaplicar esta figura.

La tendencia a constitucionalizar violaciones de derechos es consecuencia de una pedagogía política perversa. En 2005, la Corte declaró inconstitucional el arraigo en Chihuahua porque no tenía fundamento en la Constitución. Tres años después, en el sexenio de Felipe Calderón, el Congreso elevó a rango constitucional el arraigo y la prisión oficiosa. El gobierno de Peña Nieto buscó emitir la Ley de Seguridad Interior y la administración de López Obrador constitucionalizó la militarización de la seguridad pública y busca ampliar la prisión preventiva oficiosa.

En su momento, la Corte validó esta práctica al negarse a la revisión de reformas a la Constitución, además de establecer la prevalencia de restricciones constitucionales que se opongan a los tratados de derechos humanos o sentencias internacionales. Sin embargo, ministros y ministras como José Ramón Cossío, Arturo Zaldívar, Olga Sánchez, Juan Silva, Genero Góngora, y los ministros en funciones González Alcántara y Gutiérrez Ortiz Mena, han sostenido en una posición de minoría, bajo distintos matices y mecanismos, el control judicial de reformas a la Constitución.

El país enfrenta una crisis institucional por la confrontación de los tres Poderes y un escenario de responsabilidad internacional agravada porque las reformas constitucionales incumplen fallos de la Corte Interamericana. La disyuntiva para la Suprema Corte es capitular o asumir una posición a favor de los derechos humanos que elevará la tensión con la Presidencia y el Congreso. Si lo hace, se le cuestionará la legitimidad de la decisión de sostener el control de reformas a la Constitución al que históricamente se resistió.

Restablecer el equilibrio del orden constitucional exige un diálogo republicano de los Poderes del Estado, pero también una posición del Alto Tribunal que asuma con sentido de responsabilidad histórica un rol de Tribunal Constitucional garante de la división de poderes, de los principios constitucionales y del orden público interamericano, lo cual implica aceptar el costo político de su actuación.

Simón Hernández León (@hele_simon)

Coordinador de la Licenciatura en Derecho de la Universidad Iberoamericana Puebla.

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