La Corte Penal Internacional enfrenta una prueba trascendental para su historia. Al emitir la orden de captura en contra del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, su exministro de Defensa Yoav Gallant, y el líder de Hamás, Mohammed Diab Ibrahim Al-Masri, debe sortear su descrédito ante la opinión pública mundial y el sometimiento del Derecho Internacional al orden geopolítico y la capacidad militar de las grandes potencias, particularmente de Occidente.
Conformar una jurisdicción internacional permanente que juzgara el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, de guerra y de agresión fue un proceso de medio siglo en el que las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial parecían suficientes para lograr un acuerdo en el orden público internacional y la voluntad política para establecer un Tribunal penal de carácter permanente.
A pesar del valor de su conformación, ha sido criticada y saboteada por las potencias militares occidentales, pero también cuestionada por quienes, desde una perspectiva constructiva, señalan su tendencia colonial para enjuiciar a personas africanas, así como el doble rasero que presenta frente al tipo de actores involucrados en crímenes internacionales, lo que ha erosionado su legitimidad.
En 25 años solo ha emitido una decena de sentencias. Además del volumen, se le cuestiona la selectividad de los procesos y las razones por las que las que se inclinó por dos décadas a enjuiciar únicamente a dirigentes de 34 países de África que son parte del Estatuto de Roma y evitar a las potencias occidentales, incluso a someterlas a investigaciones preliminares.
El mayor obstáculo a su operación han sido los intereses geoestratégicos y militares de Occidente. Estados Unidos, Rusia e Israel, entre otros, no solo no reconocen su jurisdicción; sistemáticamente han bloqueado sus esfuerzos en el Consejo de Seguridad y la Asamblea General. También reproducen una narrativa de descalificación a sus integrantes y a las motivaciones de la justicia. Las recientes órdenes de captura hacía dirigentes políticos y militares de Israel han sido señaladas como acciones antisemitas.
El problema central no se limita a sus resultados. Su funcionamiento es muestra de la crisis del Derecho Internacional Público, que en las últimas décadas fue diluido por la geopolítica. El campo jurídico permitió que, a partir del 2001, surgiera una doctrina que capturó conceptos del derecho internacional para operar las intervenciones militares a gran escala bajo la noción de “guerra preventiva”. De esta forma, se acuñó el concepto de “combatiente enemigo ilegal” para detener, operar prisiones clandestinas y torturar a personas calificadas como terroristas o para diluir en Estados Unidos la privacidad y el control judicial, permitiendo la hipervigilancia de sus ciudadanos en el autodenominado país de las libertades civiles.
El mundo ve con horror los saldos de la guerra. Asistimos en tiempo real a la consumación de políticas genocidas. La ciudadanía mundial debe generar la suficiente presión para que los gobiernos observen el Derecho Internacional. Los Estados no hegemónicos deben redoblar la apuesta multilateral y la Corte Penal Internacional deberá legitimarse enjuiciando a quienes en el pasado fueron víctimas, pero hoy en día son grandes perpetradores de crímenes internacionales. Se trata, en palabras de Primo Levi, no del perdón ni de la venganza, sino de la justicia.
Coordinador de la Licenciatura en Derecho de la Universidad Iberoamericana Puebla.
@hele_simon