El 28 de agosto de 1963, una multitud reunida en Washington ante el monumento a Abraham Lincoln escuchó la reflexión de un hombre excepcional, que conmovió a la sociedad de su tiempo. Martin Luther King entregó a la historia su íntimo sentimiento y su ferviente propuesta: I have a dream/Yo tengo un sueño.
Aquel sueño se abriría paso en una sociedad opresiva. El proyecto de King ha ganado un buen espacio, aunque no todo el que soñara el luchador afroamericano cuando habló al pie de la estatua erigida para honrar a otro personaje extraordinario.
Paso del ejemplo heroico a la realidad cotidiana de los hombres comunes, entre los que me cuento. Todos tenemos algún sueño alojado entre nuestras entrañables ilusiones. Soñar no es privilegio de los grandes hombres. También los pequeños, los ordinarios, los ciudadanos de a pie, tenemos sueños para alcanzar el futuro.
Hay sueños que animan la vida de un individuo, y los hay que iluminan la de un pueblo, una república sumida en cavilaciones, temores y esperanzas. Creo que nosotros, hoy y aquí, también podemos albergar un sueño colectivo que rasgue la tiniebla que compromete nuestra marcha. Vale la pena sacar ese sueño a la luz y sembrarlo en tierra pródiga.
Yo mismo, ciudadano común, uno entre millones, también abrigo sueños. Pocos tienen que ver con mi vida, que corrió de prisa y ha llegado al crepúsculo. Pero uno de ellos tiene que ver con la vida de todos: la nuestra, la de esta nación ofendida, que camina con pasos inciertos.
Como muchos compatriotas, iré el domingo 6 de junio de 2021 a votar en una urna dispuesta para que los ciudadanos depositemos nuestros sueños. Por supuesto, no habrá novedades espectaculares. La elección no será una revolución, aunque puede iniciar el impulso hacia el futuro promisorio. De ella podrían venir cambios que anhelamos, dones para el bien de esta república dolida. Podrían darnos un respiro en medio de la realidad sofocante. Serían agua fresca para ir adelante en el largo recorrido que nos aguarda.
Hace años se decía, con voz alegre, que las elecciones de entonces eran la “fiesta de la democracia”, el “día del ciudadano”. Tales eran las palabras, espontáneas o inducidas. Hoy podríamos decir —y más que eso: hacer— que los comicios constituyan una fiesta de la democracia, una jornada en que los ciudadanos tomemos en nuestras manos el timón de nuestra vida, rechacemos la tiranía que nos agobia y desechemos los errores y las mentiras que nos han hecho extraviar el rumbo.
Mientras caminamos hacia las urnas, hagamos el recuento de esa realidad sofocante. Repasemos los dichos y los hechos. Miremos libertades en fuga, derechos violentados, compatriotas agraviados. Recordemos las malas cuentas, las infinitas falacias, las injurias constantes, las promesas incumplidas, los atropellos consumados. Observemos que México se escurre entre las manos: no las nuestras, sino las de quienes recibieron la esperanza de los mexicanos y la están dilapidando.
Mi sueño de hombre común, enamorado de su patria, es el mismo de millones de mexicanos: hallar el camino hacia un destino luminoso, sin violencia ni discordia, sin mentira ni estridencia, sin mengua de derechos ni extravío de libertades.
Pensaré en Martin Luther King cuando camine hacia la urna que recibirá mi voto. Con éste, acogerá mi sueño. ¿Qué hay del tuyo, compatriota que tiene en sus manos —como yo en las mías— una fracción de la esperanza que todavía nos anima?