Con horror (¿habría otra palabra?) hemos seguido los acontecimientos que tienen al mundo en vigilia: la Federación Rusa, potencia militar, ha invadido a Ucrania y está diezmando a su población. Nueva guerra de reconquista de territorios que formaron parte del imperio soviético. Hay nostalgia de ese mando imperial. Y con el mismo horror (porque no hay otra palabra) contemplamos el auge de la violencia que organiza masacres en nuestra propia nación.
No ignoramos los problemas que anidan en la relación entre Rusia y su vecino, tan desiguales. Pero más allá de advertir los factores históricos de la contienda, es inadmisible la agresión desenfrenada que victima a un pueblo y violenta los más elementales principios del Derecho Internacional. Si una república débil no puede guarecerse bajo un orden jurídico eficaz, ¿qué futuro aguarda a otras naciones que también se hallan al alcance de la desmesura imperial?
La gran mayoría de los miembros de la comunidad internacional se ha pronunciado con vehemencia en contra de la violenta, flagrante, devastadora agresión. Fue conmovedora la instancia, asistida por la moral y la razón, que hizo el secretario general de las Naciones Unidas al jefe invasor para que detuviera sus tropas y evitara el exterminio de una población civil incapaz de resistir. También han sido conmovedores los testimonios de muerte y desolación en la república invadida, que nos hacen recordar el dolor de la Segunda Guerra Mundial.
México no podía permanecer en silencio. No ha sido nuestra costumbre callar cuando la violencia cunde y el poderoso agrede al desvalido. Sin embargo, la primera reacción de la más alta autoridad del país frente al gravísimo problema de Ucrania fue inconcebible y vergonzosa, por usar eufemismos. Cuando urgía reprobar a quien compromete la paz del mundo y la integridad de un pueblo, el mandatario mexicano se parapetó en el recuerdo de viejas agresiones y se limitó, muy animoso, a deplorar la violencia genérica sin impugnar la violencia específica que padece una nación soberana y agraviada. Afortunadamente hubo expresiones de funcionarios mexicanos en la tribuna de las Naciones Unidas y en el manejo de los asuntos internacionales que moderaron el penoso desacierto presidencial. Viramos tarde, pero viramos.
La brutal agresión a Ucrania, sin frenos ni contrapesos, nos debe poner en guardia frente a los peligros que entraña la concentración del poder en manos de sujetos con talante dictatorial. También en México sabemos de estos riesgos, que forman parte de nuestra dura experiencia: males de una voluntad desbocada, que no reconoce límites en la ley y en la razón. El Estado de Derecho, arrasado por el invasor en Ucrania, tampoco vive sus mejores momentos en México. Ni nos atrevemos a condenar con verdadera convicción la violencia que cunde en otros lugares del planeta, ni podemos contener la violencia interior, que en estos días ha cobrado numerosas víctimas, para alarma y estupor de la nación.
Duele el caso de Ucrania, ejemplar. Miramos los muertos de Kiev, victimados por acción criminal. Y también duele el caso de México, con otro género de violencia letal. Miramos los muertos de Michoacán, victimados a la sombra de una omisión criminal. Mantengamos la condena a quienes deben ser condenados. Hagámoslo por encima de nuestras fronteras, con valentía y determinación. Y no ignoremos la desgracia que prevalece en nuestra propia casa, escenario de una guerra que no cede y de una incompetencia que no amaina.