En mi artículo del 3 de junio hablé de los goles del caudillo en las porterías que ambiciona y del tiro inminente en las elecciones del domingo 4. En efecto, el goleador hizo este disparo, anunciado desde mucho tiempo antes. Pero el gol presidencial en el Estado de México –viento de fronda para la democracia–, no dejó fuera de combate a los opositores. La victoria y la derrota no fueron terminantes. Por ello es necesario reflexionar sobre la siguiente etapa de esta medición de fuerzas, que no ha concluido.

La concurrencia de votantes fue mucho menor que la esperada, si se toma en cuenta la importancia de los problemas sujetos a consideración a través del proceso electoral. No sólo se trató de elegir entre siglas y personas. Se hallaban en juego los temas que gravitan sobre la vida de los estados y del país: salud, seguridad, educación, economía, ética pública. En este sentido, reconozcamos una gran deuda de información y persuasión (por parte de los contendientes y sus asociados) y de compromiso político y práctico (por parte de no pocos ciudadanos, que dejaron pasar el convoy de los comicios).

Si no hay plena conciencia sobre lo que se halla en juego, es natural que muchos ciudadanos se abstengan de sufragar, sea porque desconocen los problemas sociales (y sus implicaciones individuales), sea porque no consideran que el sufragio sea el camino para imponer deberes a los gobernantes, sea porque suponen que esos problemas están bien atendidos. Evidentemente, ninguna de esas conclusiones es admisible: existen problemas de gran envergadura que no han recibido la atención que demandan y no se cuenta con verdaderas soluciones para resolverlos o mitigarlos.

En los procesos electorales se pone a prueba la democracia formal. Esto implica un reto mayor para las instituciones y los mecanismos electorales. En la víspera de la votación llovieron incidentes sobre partidos y candidatos en Coahuila, que ensombrecieron el progreso democrático. En el Estado de México, una buena candidata de partidos opositores no pudo remontar la alianza electoral entre sus adversarios y el poderoso gobierno federal (que se empleó a fondo: con métodos clientelares y grosera promoción directa desde la cumbre del poder). Hoy se habla de una “elección de Estado”. En buena medida lo ha sido.

Hubo notorias infracciones a las normas electorales a través de prácticas viciadas que mostraron la incongruencia entre la democracia prometida y el autoritarismo practicado. Es evidente que el Ejecutivo Federal y sus allegados se volcaron en favor de la candidata de su facción. En rudo contraste, los mecanismos locales –encarnados en el gobernador en turno– se retrajeron o se ausentaron de plano, como si se tratara de elecciones en otro lugar del planeta.

Sin embargo, la oposición (que ha resuelto permanecer unida, entre viento y marea) mantiene un gran número de partidarios. En principio, las cifras son promisorias. Hay que considerar esta potencialidad a la hora de tomar decisiones y emprender acciones de los partidos políticos. ¿Llegó la hora (o acaso llegó hace mucho tiempo) de revisar liderazgos y mensajes que no son atractivos para los ciudadanos, ni funcionales para los partidos? Si consideramos que el interés superior de la nación debe prevalecer en las siguientes etapas de los procesos políticos, es indispensable que dirigentes y militantes se planteen con realismo esta pregunta y la resuelvan bien y pronto. La respuesta estará en el cimiento del triunfo o la derrota. Pensemos en el 2024, que llama a nuestra puerta.

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