En estos días de batahola, el caudillo nos proveyó algunas olas que debemos navegar. Por ahora me cifraré sólo en una: el testamento prometido en un rapto de autoridad, derivado del infinito poderío que entraña la jefatura del Estado, convertida en jefatura de la nación, histórica y actual. Dos palabras, pues, sobre el testador y el testamento, a reserva de lo que aporten los herederos y legatarios (ciento treinta millones, más los que se acumulen)

Abogado al fin, recurro al código civil de la Federación (el testador es funcionario federal) para recordar lo que es un testamento: “acto personalísimo, revocable y libre, por el cual una persona capaz dispone de sus bienes y derechos y declara o cumple deberes para después de su muerte” (artículo 1295). Supongo que el presidente previsor, hombre enterado como es (y ciertamente capaz), supo de ese precepto. Y presumo que también consideró otras aplicaciones de la misma palabra, tomadas de las letras y la imaginación. Hay, pues, rigor legal y retórico, todo de una vez.

Comencemos: el testador (Presidente o no, pero finalmente testador) sólo puede disponer de lo que le es propio, no de lo que es ajeno a su dominio y potestad. Por eso nos asalta una inquietud: si hemos entendido bien el sentido del testamento político que hará (o que ya hizo) el caudillo, éste no se limita a disponer de sus enseres (los que rigurosamente le pertenezcan, se hallen en su domicilio particular o en en el Palacio Nacional, domicilio temporal del testador). Lo que pretende es decidir el futuro de una República que no le pertenece, aunque se conduzca con ella como si fuera su dueño (o por lo menos usufructuario). Por lo tanto, el famoso testamento político no puede resolver el porvenir de la nación.

Hay otro asunto, que no es menor. Si lo que pretende el testador, como cauce para fijar el destino de la nación, es orientar la marcha del Estado cuando llegue la hora de su tránsito fatal (del testador, no del Estado), tampoco puede actuar con entera libertad. Lo que quiere poner en un testamento ya consta en un texto ligeramente superior: la Constitución, que resuelve lo que se hará cuando transite el titular del Ejecutivo. El testamento será inútil si su autor se limita a reproducir el texto constitucional, o ineficaz si llega al extremo de modificar los términos de la Constitución.

Y hay algo más que pudiera dar al traste con la suprema voluntad del testador: la realidad, monda y lironda, cambiante e impredecible. Me refiero a la realidad que pudiera prevalecer una vez que ha desaparecido la mano firme que hoy maneja el timón: una realidad en la que circulan (y circularán) los otros actores de la vida política, concertados o desconcertados, pero en todo caso dueños de su propia voluntad (y de su íntima ambición)

Valdría la pena conocer quién es el fedatario al que nuestro testador confía su testamento y dónde se aloja ese pliego de última voluntad (es decir, en qué protocolo notarial se encuentra, a salvo del asalto y la alteración). El fedatario deberá andarse con infinito cuidado para evitar la invasión de curiosos o la intromisión de aspirantes a reformar la suprema voluntad.

En suma, ha sido interesante la ocurrencia del testador, constituido en dueño y rector de la Nación. Pero si la ocurrencia es buena, el testamento es “nulo”. Así lo disponen la ley y la razón. Ni modo.

Profesor emérito de la UNAM

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