Reflexioné sobre el título que daría a este artículo. Uno pudo ser el que le habría dado hace tres o cuatro días. Pero esperé para ver —la incredulidad del profano, deseoso de conversión— el desarrollo de la visita presidencial a los Estados Unidos. Dudé entre varios títulos: transfiguración —aunque la palabra evoca cierto significado religioso, que no es mi intención—, o bien, escapismo o escamoteo. Todas son aplicables, como podrá advertir el lector, pero elegí la más solemne y espectacular: transfiguración. Y voy sobre ella.
De verdad, las cosas ya no son como antes. No quiero decir un antes remoto. Vamos, ni siquiera uno cercano: unos meses o unos años. Antes, por ejemplo, de que el presidente anfitrión tomara su iniciativa contra los dreamers, o adoptara los acuerdos ejecutivos que dispersan familias de migrantes —niños inclusive, cuyo destino se halla sujeto a “investigación”—, o amenazara con medidas fiscales si el de aquí no frenaba el flujo migratorio, o calificara como criminales a los migrantes de origen mexicano.
Si las cosas que ya no son como antes para el gobernante norteamericano, tampoco lo son para el mexicano. La diferencia es notoria entre las cosas que pensó y proclamó el candidato, hoy presidente, cuando reivindicó la dignidad de los migrantes y reclamó al vecino poderoso el trato que se les infligía, ofreciendo que pondría su autoridad al servicio de un nuevo trato: humano y generoso. Las cosas ya no son como las ha observado la representación consular mexicana, ni como las han mirado los analistas y los periodistas que siguen de cerca el difícil tránsito de los migrantes y su retorno a México en espera de que se resuelva su porvenir. Las cosas han cambiado, de cabo a rabo. La transformación (no aludo a la cuarta, que ya expande sus beneficios en todo el país, con más celeridad que la pandemia o la declinación de la economía) sino al cambio en las palabras y en el estilo. Supongo que este nuevo giro se debe a la mudanza de la realidad: antes desoladora y hoy venturosa. Presumo que nos encontramos en plena era de novedades, aunque aún no las registren los testimonios de la relación bilateral. Pero las cosas ya no son como antes y no volverán a ser como fueron.
Por lo pronto, la transfiguración comenzó a operar en la preparación del viaje. Quien se resistió a utilizar el tapaboca recomendado a todas las personas y a practicarse un examen para detectar la ausencia del Covid-19, optó por ajustarse a la realidad —es decir, al protocolo que allá se observa y aquí no—, portar el tapaboca y recurrir al examen. Buena decisión, por cierto, que pudo iniciar aquí. Pero más vale tarde que nunca.
Antes de emprender el histórico viaje fuera de México, primero que realiza en un año y medio de gobierno laborioso, el alto funcionario aprobó —entiendo que tras una cuidadosa negociación, como recomiendan la razón y la cortesía— el programa de su estancia. Excluiría entrevistas con migrantes de origen mexicano (que podrían manifestarse, si lo desearan, en la calle y atrás de la guardia de seguridad), e incluso con residentes tradicionales del mismo origen; prescindiría de conferencias de prensa y se abstendría de expresiones improvisadas, y evitaría cualquier encuentro con personajes del proceso electoral norteamericano (salvo con el presidente-candidato, su anfitrión) para impedir que sesgos indeseados empañaran la neutralidad de la visita.
Hubo justificaciones para el viaje y su programa. Se iba a lo que se iba: celebrar el tratado comercial suscrito hace ya algún tiempo, y nada más. Se festejaría con o sin Canadá. Frente a la crítica amarga —como suele ser la crítica— con respecto a la pertinencia y oportunidad del viaje, se opuso una razón persuasiva: evitar “pleitos” con los Estados Unidos, su gobierno o su presidente (que no siempre es muy cauteloso en sus expresiones sobre México, aunque ahora sí lo fue, como prueba de que las cosas ya no son como antes y ni siquiera como eran en la víspera, cuando el mandatario norteamericano visitó y elogió el “bello” muro fronterizo).
Nuestro presidente ocupó un discreto asiento ordinario en un avión comercial. Quedó sujeto a la curiosidad de sus compañeros de viaje y se abstuvo de conversar con ellos; apenas cruzó algunas palabras, silenciadas por el tapabocas. Ni hablar de entrevistas de prensa. Bien que el mandatario conservara su modestia característica. La investidura presidencial no necesita más. El mandatario puede viajar con sencillez y representar sin mayor aparato a ciento treinta millones de mexicanos, embelesados por ese rigor franciscano.
En el único día completo de su visita a Washington, nuestro mandatario rindió honores a los próceres de ambas naciones, celebración que sí fue como las de antes, y escuchó elogios y diatribas de migrantes y connacionales callejeros. Seguramente fueron más intensos los elogios, a los que pronto se sumaría el discurso de su anfitrión. Por fortuna, éste se deshizo en alabanzas hacia su huésped —como el huésped hacia su anfitrión— y exaltó la magnífica contribución de los migrantes de origen mexicano a la vida y el desarrollo de los Estados Unidos. Quienes lo oímos a través de la radio o la televisión escuchamos extrañados —y conmovidos— esa amable convicción. Y desde luego conocimos los elogios que se tributaron mutuamente ambos presidentes, prenda de amistad que será perdurable y que esperamos se refleje en los hechos de nuestra relación bilateral: quiero decir, la relación entre los países, no sólo entre los flamantes amigos. Por cierto, ojalá que el afecto que el liberal mexicano tiene hacia el conservador norteamericano se derrame igualmente hacia los conservadores de aquí, que también son mexicanos (lo dijo Juárez; yo lo repito).
En suma, esta visita salió a pedir de boca, cualquiera que fuese la boca que la pidió. Cada uno de los nuevos amigos obtuvo lo que podía desear conforme a su agenda particular. De eso no hay duda. Lo que no me explico, al cabo de esta transfiguración, es por qué aún existe en algunos ciudadanos de nuestra sufrida república —ya desagraviada— un extraño sentimiento de frustración, cierto desconsuelo. Pero ya sabemos que siempre velan antiguas amarguras, sean del neoliberalismo, sean de la reacción.
Profesor emérito de la UNAM