Hay presencias luminosas en el paisaje sombrío. Mencionaré una: Héctor Fix-Zamudio, el jurista mexicano más notable del último medio siglo. Falleció hace unos días, serenamente. Y llevó consigo el afecto, el respeto y la gratitud de una legión de alumnos, colegas, seguidores, admiradores de su obra. Me refiero a él más allá de una amistad de toda la vida; lo menciono en mérito de quien ha honrado a México dentro y fuera de nuestras fronteras.
Con Fix-Zamudio se abrió una etapa fecunda en el estudio del derecho constitucional y su herramienta más notable: el juicio de amparo. Antes hubo eminentes juristas que labraron el progreso de estas disciplinas. Pero Fix-Zamudio les dio un aire de modernidad que merece reconocimiento. Con él se forjó una escuela de juristas en la que figuran muchos de los investigadores y catedráticos más notables de nuestra hora. Lo hizo aquí y en otros países, donde se le conoce y respeta.
Permítame el lector una licencia movida por la nostalgia. Conocí a don Héctor hace más de sesenta años, a la vera de un maestro común, migrante generoso, Niceto-Alcalá Zamora y Castillo. Héctor descolló al lado del maestro. Andando el tiempo, Fix-Zamudio tendría millares de discípulos. Uno de ellos fue su hijo Héctor Fix-Fierro, que también figura en el panteón de los juristas mexicanos.
Fix-Zamudio conocía la justicia federal, a la que sirvió con integridad y talento. Luego se entregó a la docencia y la investigación. Declinó invitaciones para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia. Me consta, porque fui conducto para una de ellas. Su vocación académica era inquebrantable, para bien de la ciencia jurídica y de nuestra casa común, la Universidad Nacional Autónoma de México.
Fix-Zamudio fue director-renovador del Instituto de Investigaciones Jurídicas. Como integrante de la Subcomisión de Naciones Unidas de Prevención de la Discriminación y Protección de las Minorías, se distinguió en la tutela de los derechos humanos. Tiempo después sería juez de la Corte Interamericana, a lo largo de doce años. La presidió con inmenso acierto y prestigio. Recuerdo el homenaje que se le hizo en la sala magna de la Organización de los Estados Americanos. Un homenaje entre decenas que le rindieron universidades, tribunales, sociedades de abogados, organismos de la sociedad civil. Recibió la medalla Belisario Domínguez, fue miembro de El Colegio Nacional y contó con numerosos doctorados honoris causa. Y mucho más.
En medio de tantos lauros, hay algo que quiero destacar en mi ilustre amigo. Fue un protagonista en la historia reciente del Derecho en México. Inspiró normas renovadoras. Alentó el desarrollo de instituciones fundamentales para la libertad, la justicia y la democracia. Ilustró en la cátedra a millares de alumnos ávidos de recibir su enseñanza. Provisto de tantos méritos, jamás incurrió en vanagloria o altisonancia. Fue afable y generoso en el trato a sus colegas y discípulos. No incurrió en el impulso protagónico de quien busca el abrigo de las candilejas. Ni lo procuró ni lo necesitó. En cambio, ejerció la bonhomía, la sencillez, la discreción genuina. ¿Son signos de la auténtica grandeza?
El legado de su magisterio, un patrimonio intelectual y moral formado con desvelo, es lo que don Héctor ha dejado a los juristas de México. Hoy que padecemos tantas dolencias materiales y morales, y observamos ejemplos deplorables de frivolidad y bajeza, también hay espacio y voluntad para exaltar a personajes de gran prestancia como Héctor Fix-Zamudio. En verdad contamos con presencias luminosas en el paisaje sombrío.