¡Ay, México lindo y querido! Cerca del corazón y distante de la razón. Las invectivas cruzan el firmamento. Cada una con su carga devastadora. Pero las hay mayores, que se alternan con las menudas en este ejercicio al que nos aplicamos con devoción. Obviamente, la potencia de cada carga deriva de la fuerza con que se genere y de la puntería de quien la dispare. De ahí la importancia enorme que revisten la identidad y la destreza del artillero.
Esto me hace recordar —lo invoco sin malicia— las primeras líneas de un poema de Ramón López Velarde, bajo el título de “El perro de San Roque”. Confiesa el poeta: “Yo solo soy un hombre débil, un espontáneo/que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo”. En otros términos: no tomó en serio los gajos parturientos de su atrevida imaginación.
¿Cuántos hay de este carácter, que no consideran los sesos de su cráneo, pero con ellos gobiernan a sus compatriotas? ¿No habrá quien merezca esta caracterización, atento a su magro razonamiento? ¿Y quiénes dispersan los sesos en el cumplimiento de un liderazgo cotidiano que se aplica a la nación?
En un copioso disparatario, repositorio de ocurrencias, nuestro caudillo se ha desempeñado como orador a lo largo de cinco años, que debieron tener destino mejor. Ha devastado la política, militado contra la razón, empobrecido el idioma, ofendido a sus “adversarios” (que son sus conciudadanos), faltado a la verdad, multiplicado los errores y las jactancias. No puede sostener la veracidad de sus dichos ni argumentar la bondad de sus hechos. En fin, el orador utiliza la tribuna para ahuyentar la verdad y retener su contingente electoral.
Algunas autoridades han insistido en que el orador se someta al imperio de la ley. Para ello dictan resoluciones que caen en terreno infértil, porque el orador tempranero —que canta cuando lo hace el gallo, con la misma pujanza e idéntica entonación— jamás cede a las normas que deben ordenar su discurso. Para colmo, se ostenta como conductor de la nación.
Dueño de la verdad, el supremo proclamó una enésima ocurrencia: incorporar a su oratoria matinal una declaración formal instando a los mexicanos: “Si eres conservador no veas conferencia”. La arremetida se dirige a conservadores, clasistas, racistas o discrepantes, instándolos aguardar distancia de los mensajes mañaneros para evitar que se contaminen con “malas ideas” que pudieran prohijar más clasismo y corrupción (EL UNIVERSAL, 23 de septiembre, que anuncia una cartilla sin desperdicio, merecedora de inmersión en pantanos del sureste).
El orador consuma una nueva división de la sociedad y ofende a millones de mexicanos. Desde luego, los exhortados pueden replicar con medidas del mismo carácter y añadir a los mensajes matutinos glosas, dimes y diretes inscritos en una especie de cortinilla de la decencia política que rectifique al caudillo, acredite la verdad y publique los vicios y desaciertos del mal gobierno que impera. Conviene explorar cuidadosamente la factibilidad de instituir esa cortinilla de la decencia política, que sería una reserva de lucidez y haría luz en la sombra que el caudillo despliega sobre la República.
De esta suerte se dotará a los ciudadanos de los argumentos y las razones que les permitan discernir, al pie del mensaje dictatorial, cuál es —de veras— el estado que guarda la nación y quiénes son los adversarios del progreso, la justicia y la libertad. Nos llevaríamos algunas sorpresas. ¿No?