No festejo las sentencias contra el gobierno mexicano, que ya son varias. Pero celebro la dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Tzompaxtle Tecpile, denominación que alude a los apellidos de una víctima de violaciones por las que el gobierno mexicano recibió una anunciada y merecida condena. Paso a explicarme.
México se adhirió en 1981 a la Convención Americana sobre Derechos Humanos. No lo hizo con quebranto de soberanía, sino en ejercicio de ésta. Entiéndase bien. La Convención reconoce derechos fundamentales de observancia obligatoria para todas las autoridades de la República. Además, establece un tribunal internacional facultado —insisto: por decisión soberana de México— para dictar sentencias cuando ha habido violación de derechos humanos.
En el caso al que me refiero, la Corte Interamericana condenó a México por notorias violaciones, entre ellas las normas sobre el llamado “arraigo” y la denominada “prisión preventiva oficiosa”. Dos aberraciones jurídicas. El arraigo con privación de la libertad fue incorporado en 1996 por la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. Los favorecedores de esa ley dijeron que permitiría contener el gravísimo problema de la delincuencia organizada. Entonces sostuve —es decir, hace un cuarto de siglo— que la mencionada ley merecía ser llamada “el bebé de Rosemary”, como la película de Roman Polanski, porque engendraría un efecto monstruoso en la legislación mexicana. Así ocurrió.
La ley de 1996 no resolvió el problema de la criminalidad organizada, que ha crecido desmesuradamente. Para colmo, el arraigo fue incorporado en la Constitución, que además consagró en 2008 otro disparate: la prisión preventiva oficiosa, con flagrante violación de derechos humanos. Por ello me referí a la reforma de 2008 como un “vaso de agua potable” (considerando sus aciertos) en el que una mano oscura había depositado “gotas de veneno” (tomando en cuenta la prisión preventiva oficiosa y otros desaciertos). El problema se agravó en 2019 —bajo este gobierno de “transformación”—, ampliando el número de delitos a cuyos supuestos autores se aplica prisión antes de que se pruebe su culpabilidad y se dicte sentencia. Aproximadamente el cuarenta por ciento de los reclusos son presos sin condena.
Hace unos días, la Corte Interamericana acaba de resolver que el arraigo y la preventiva oficiosa violan derechos humanos. Esta decisión se tomó dentro de una línea bien conocida de la jurisprudencia de aquel tribunal (por eso digo que fue una condena esperada). México está obligado a cumplir la sentencia, que es inapelable. Pero el cumplimiento implica reformas constitucionales, legales e institucionales de gran fondo. En otros casos, diferentes países también condenados por la Corte a raíz de distintas violaciones, han reformado sus leyes, incluso preceptos constitucionales.
La resistencia de algunos opinantes frente a las decisiones de la Corte Interamericana deriva probablemente (quiero entenderlo así) de que ignoran cómo se creó la Corte (con participación de México), qué competencia se le confirió (con aprobación de México) y cómo se ha sostenido el carácter vinculante de sus sentencias (con apoyo en la jurisprudencia de México).
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