Me propuse dedicar este artículo a un tema que satisface a la comunidad jurídica de la Universidad Nacional Autónoma de México: la reinauguración del edificio que durante muchos años alojó a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, a partir de su apertura en 1908 con asistencia del presidente Porfirio Díaz y del director del plantel, Pablo Macedo, “científico” prominente de aquella hora. Los abogados se reunieron entonces para festejar la dotación de un edificio digno para la enseñanza del Derecho.
Años después, la Escuela Nacional de Jurisprudencia se convirtió en Facultad de Derecho, instalada en la Ciudad Universitaria, obra luminosa que ha servido a muchas generaciones de juristas, entre ellas la mía. El motivo de la fiesta en estos días de 2023 fue el rescate del gran edificio, recuperado previa una estupenda obra de rehabilitación impulsada por el rector Enrique Graue y el director Raúl Contreras Bustamante, y conducida por el arquitecto Xavier Cortés Rocha, que supo dotar de belleza y funcionalidad al viejo edificio de San Ildefonso. En estas instalaciones, que preside una monumental cabeza de serpiente exhumada del subsuelo pródigo en testimonios de nuestro pasado indígena, se aloja la biblioteca donada por la familia de otro jurista que pasó por estas aulas con señorío: el licenciado Miguel de la Madrid Hurtado.
Me dispuse a la celebración, cuando me alcanzó la conmoción por los enfrentamientos en Israel que han dejado millares de víctimas de una acción reprobable y cruel a la que seguirán otros acontecimientos que muestren de nueva cuenta el producto del odio que no hemos podido suprimir y ni siquiera reducir. Cambié, pues, la orientación de mi artículo para EL UNIVERSAL. Debí destinarlo al dolor que comparto con millones de seres humanos y al más enérgico reproche por esta incursión salvaje que sembró pánico y segó millares de vidas. Nada puede legitimar estos hechos ni justificar que los observemos con indiferencia y lejanía.
La humanidad ha reprobado los crímenes de terrorismo, con los que se pretende abatir la moral de los pueblos, intimidados con saña. Las expresiones del terrorismo son muchas y diversas. No existe una definición unitaria de estos crímenes, que han merecido la condena del mundo depositada en leyes nacionales y tratados internacionales. Hemos suscrito convenios y emprendido acciones para combatirlos y atar las manos de los terroristas, que en los últimos años han consumado crímenes de lesa humanidad.
México no puede colocarse a distancia de estas condenas, que no pretenden lastimar los derechos y la vida de pueblos enteros ni cancelar sus legítimas reclamaciones, donde las haya. Pero no podemos guardar silencio o refugiarnos al amparo de una pretendida “neutralidad” ante hechos como los que han quebrantado la vida de seres humanos victimados sin razón y sin derecho. La posición adoptada por el Presidente de México ante una tragedia que lastima valores y principios de la humanidad entera no corresponde a la naturaleza de los crímenes perpetrados ni traduce el sentimiento del pueblo mexicano.
Ahora no se trata solamente de facilitar el restablecimiento de la paz ni de mediar entre pueblos que disputan, sino de reconocer la naturaleza gravísima de crímenes que deben ser condenados con máxima energía. La complacencia o la indulgencia con el terrorismo no sirven a los valores de la humanidad y, específicamente, del pueblo de México. Nuevamente, el Ejecutivo yerra en su apreciación y en su reacción frente a hechos que debieran ser condenados con gran compromiso moral y rigor jurídico. No es la primera vez que esto sucede. ¿Será la última?