La Suprema Corte avanzó en su mejor jurisprudencia. Al resolver sobre la incriminación del aborto decidió en favor de la razón y la justicia. Ganó voluntades, que se han expresado con entusiasmo. Y también se distanció de otras, combatientes en la trinchera contraria. En todo caso, estableció la frontera entre dos tiempos en la historia, eligió su espacio y garantizó el que corresponde a las mujeres.
El aborto es un asunto doloroso. Divide a la sociedad por mitades. Enciende los ánimos. No todos los gobernantes se atreven a tomar posición frente a este asunto. Antes de hacerlo —y para no hacerlo— ponderan sus convicciones y miden sus fuerzas. Lo hizo el presidente de México, sugiriendo consultas improcedentes. Mostró su talante conservador, cada vez más notorio.
Debo decir que no se trata aquí —y no lo pretendo— de militar en favor del aborto. Nadie podría —pero me corrijo: muchos pueden— ignorar el drama que entraña una decisión de este carácter: duele a quien la toma, a quien la secunda, a quien la practica. Pero este no es el punto: aquí se trata de resolver en la ley penal si la decisión de la mujer para suspender su embarazo debe ser castigada por el Estado. En otras palabras, si compete al poder público, no a la mujer, decidir sobre la continuidad de un embarazo no deseado. La pregunta es: ¿quién gobierna sobre el cuerpo —y el alma— de la mujer encinta?
Hace cuarenta años, un equipo del que formé parte redactó un proyecto de Código Penal. En éste, suscrito por las procuradurías de la República y del Distrito Federal y el Instituto Nacional de Ciencias Penales, se incluyó una propuesta para despenalizar el aborto procurado por la mujer, bajo determinadas condiciones semejantes a las que hoy prevalecen en la Ciudad de México. Pero tropezamos con una indomable resistencia desde diversos flancos. Pensé en don Quijote: “Con la Iglesia topamos, Sancho”. La propuesta no prosperó. Habría naufragado en el Congreso.
No cesó el empeño, en el que cifraron su esperanza los feminismos de diverso signo y las mujeres anhelantes de resolver su destino conforme a su propia conciencia, sin entregar esa decisión al asedio punitivo del Estado, presto a victimarlas. La novedad en este largo camino encontró una estación en la ley penal de la Ciudad de México, que suprimió la punición del aborto consumado voluntariamente, dentro de ciertos límites razonables. Y más que eso: dispuso que el gobierno proveyese a la mujer los medios para ejercer su nuevo derecho. Con ello previno riesgos derivados de maniobras clandestinas que comprometen la salud y la vida de las mujeres más desvalidas.
Los partidarios de la antigua solución punitiva alzaron las voces y depositaron en las Constituciones de varios Estados el fundamento para detener la historia y negar a las mujeres la rectoría de su vida y la decisión sobre su cuerpo. Y así seguimos marchando, paso a paso, hasta que se presentó la ocasión de ir hacia adelante, ya no en el Congreso, sino en el más alto tribunal de la República. En éste se ganó la batalla.
Todas las opiniones son respetables, pero ninguna debe pasar sobre los derechos humanos y alojarse en la ley penal. La Suprema Corte reconoció los derechos de las mujeres y trazó la frontera que no debe cruzar el Estado. Hizo bien: lo que se debe resolver en conciencia, que ahí se resuelva; el Estado debe mantenerse fuera.