Me he ocupado de la Universidad de la Nación en diversos artículos publicados en EL UNIVERSAL. En algunas ocasiones, recogí el temor y elevé la oposición a las acechanzas que algunos personajes del gobierno insomne —usted sabe quién, amigo lector— han puesto en pie de guerra contra esa Universidad, a la que alguno de aquéllos llama su “alma mater”, acaso por el número de años que invirtió en la consumación de sus estudios. En otros casos, he ponderado la excelencia de nuestra institución y celebrado su gobierno, que han permitido vigencia entre tormentas que no derribaron los muros ni postraron el ánimo de la Universidad.
Ahora reincido en dedicar mi colaboración a la Universidad Nacional. Me agrada y lo vale sobradamente. El 17 de noviembre se llevó a cabo, en el soberbio recinto de la antigua Facultad de Medicina, la ceremonia en que asumió la Rectoría el doctor Leonardo Lomelí Vanegas. Con este relevo concluyó la gestión del rector Enrique Graue, merecedora del mayor aprecio, que condujo la difícil travesía con mesura y lealtad a los valores universitarios. El nuevo rector inicia su tarea bajo excelentes auspicios —sin perjuicio de voces exaltadas y vientos de fronda, que no es posible ignorar—, excelente conocimiento de la vida universitaria y firme decisión de cumplir la misión que nuestra comunidad le confió.
En el discurso de asunción del cargo, Lomelí aludió al poder transformador del conocimiento. La educación, aseguró, es instrumento primordial para el progreso. Igualmente mencionó diversos temas y problemas que la Universidad debe enfrentar y resolver: entre ellos, el avance en la gestión democrática interna. En el mundo universitario, esta gestión tiene rasgos propios, que reclaman conducción prudente y eficaz.
El rector también se refirió al examen y la solución de los grandes problemas de México, cuestiones mayores de la misión y la vocación de nuestra Universidad Nacional. Una indispensable “devoción nacionalista” —que de ninguna manera nos extrae de las corrientes universales— nos ha acompañado con certeza desde que Justo Sierra postuló el quehacer y el destino de la institución en el discurso inaugural de 1910. La Universidad ha servido a México, y le ha servido bien como factor de libertad y progreso. Lo saben quienes tienen ojos para ver y oídos para escuchar. Lejos de caer en elitismo, que contradiría su misión, ha sido factor de movilidad social y renovación: el mayor en el curso de un siglo.
El aplauso de los asistentes a la ceremonia se elevó cuando Ortega Lomelí confirmó su compromiso con la autonomía universitaria, tema de controversias, espacio de encuentros y desencuentros. Ciertamente no es extraterritorialidad ni implica desprendimiento del Estado o de la nación. Autonomía, en los términos previstos por el artículo 3º constitucional, es espada y escudo —dicho con expresión juarista— de la libertad que debe presidir el quehacer de los universitarios, el ejercicio de la ciencia, el despliegue de la cultura.
En la autonomía residen un doble derecho y una doble garantía: derecho y garantía individual y social, que ofrecen y protegen el desarrollo del individuo y concurren al desenvolvimiento de la nación. De ahí la extrema sensibilidad de los universitarios cuando algún funcionario —desde el más modesto hasta el más encumbrado, aunque éste reconozca en la UNAM a su “alma mater”— pretende ensombrecer la autonomía mellando el prestigio de la Universidad y atacando las libertades y la pluralidad en que se funda la vida universitaria, la autorregulación que en ella se ejerce y los recursos para su desempeño, que el Estado debe proveer con suficiencia.