En Tijuana, a pocos metros de la valla metálica que separa a México de los Estados Unidos, se eleva un centro de investigación y docencia llamado a ser orgullo de la UNAM y de su Instituto de Investigaciones Jurídicas. Es la flamante Estación Noroeste de ese Instituto, bautizada con el nombre de un ilustre sociólogo del Derecho: Héctor Felipe Fix-Fierro. Primera de su género, dispone de magníficas instalaciones y ha emprendido programas que anuncian un excelente porvenir. Cuenta con egresados de estudios superiores y desarrolla tareas que se agregan a las de otras instituciones en el mismo ámbito geográfico y humano, como el Colegio de la Frontera Norte, la Universidad Autónoma y su Facultad de Derecho.
Quienes conocieron Tijuana hace más de medio siglo, advierten el cambio profundo que se ha producido en este enclave fronterizo. Hoy es una de las ciudades más extensas y pobladas de México. Escenario de muy graves problemas, también es asiento de instituciones que contribuyen con honor a la ciencia y la cultura. Entre ellas se halla la Estación del Noroeste. Desde ahí se observan, además del muro ignominioso, el Océano Pacífico y la ciudad de San Diego en un punto remoto del horizonte espacioso. Hace algunos días nos reunimos en esa Estación universitaria para analizar temas de la relación binacional, con asistencia de académicos mexicanos y no mexicanos —no me gusta decir “extranjeros”.
En Tijuana, el pan nuestro de cada día es la presencia de millares de migrantes a la vera del muro o en las avenidas y calles de la ciudad. Se hallan a la expectativa. Llegaron a México huyendo de la violencia y la pobreza, la opresión y el abandono, y encontraron aquí los mismos problemas que motivaron la salida de su país. Son parte de la copiosa legión de los vulnerables, a quienes se niega el ejercicio de sus derechos y se confina a título de adversarios o enemigos. Carecen de un seguro porvenir.
En ese escenario propuse con naturalidad una pregunta que sigue sin respuesta: ¿cuál es la política migratoria del Estado mexicano? No me refiero a lo que dicen la Constitución, las leyes que derivan de ésta o los tratados internacionales. Aludo a la realidad estricta: ¿qué posición guardan las instituciones de la República y la propia sociedad frente a los migrantes que han llegado a nuestro país en números crecientes, hasta generar una crisis de la que no logramos salir?
Hace pocos años un nuevo gobierno, que sembró esperanzas y produjo frustraciones, anunció que abriría las puertas del país a los migrantes. Pero no fue así. Pronto se utilizó la fuerza pública para acosarlos en ambas fronteras del país. La Guardia Nacional, creada para contener la delincuencia, se convirtió en una fuerza represora de la migración. Nuestro discurso, regularmente generoso, se ensombreció y la suerte de los migrantes —y de nuestra propia población— quedó al garete.
Los migrantes han padecido comercios infames, violencia criminal, carencias inauditas. Su sueño americano es cotidiana pesadilla. Por eso, en la Estación Noroeste se elevé la pregunta que aguarda respuesta formal: ¿cuál es la política migratoria del Estado mexicano? Hasta hoy, ninguna. La ley y el discurso dicen una cosa, la realidad implacable muestra otra, absolutamente alejada de aquélla. Y el problema crece. Puede convertirse en una tragedia inmanejable. Para muchos ya lo es. ¿No ha llegado el momento de tomar conciencia —verdadera conciencia, quiero decir— de esta situación y enfrentarla con lucidez y dignidad?