Desde que el huracán (acaso previsible, como han informado agencias fidedignas) golpeó a Acapulco, quedaron a la vista las graves carencias que padecen y las necesidades que afrontan los habitantes de esa región. Son carencias de diverso signo, no sólo materiales. Las morales, las políticas, las sociales no son menores. Influyen sobre aquéllas y estorban el trabajo que el país debe cumplir en estas horas de emergencia.
Los cronistas de la tragedia de Acapulco destacan la falta del liderazgo que debe presidir la recuperación del puerto (a corto y largo plazos). Subrayan el violento contraste con otros afanes aplicados, en su hora, a recuperar el paso de una comunidad. En este caso se ha carecido de esa conducción, que debiera correr afanosa por todos los cauces del buen gobierno: el federal, que en un momento se empantanó (literalmente), y el local y municipal, cuya ausencia ha sido notoria.
Insistamos en estas deficiencias, que no son cosa menor en la vida y el rescate de la población. No podemos concentrar la mirada y el comentario solamente en las aportaciones materiales para satisfacer el hambre y la sed de los acapulqueños. Hay otras necesidades que atender: recuperación del ánimo y rescate de la esperanza, atraídos por un liderazgo que debe ponerse al frente de la nación —no sólo de los guerrerenses— en una colosal tarea de rescate. Ojalá que esta demanda llene los oídos y la conciencia de quienes se asumen, a título de gobernantes, como líderes de la comunidad.
Sin perjuicio de lo anterior, es obvio que necesitamos recursos para enfrentar los enormes problemas materiales, que crecerán, determinados por el huracán y sus inmediatas consecuencias. Cuando se hizo un primer examen de lo que había ocurrido y de lo que se necesitaba para afrontarlo, los analistas recordaron el dispendio de recursos volcados en las llamadas “obras insignia” de la 4T y la reducción —muy cuestionada— de las reservas, los “guardaditos”, que en otro tiempo se previó destinar a la reparación de los daños causados por este género de calamidades.
Nadie olvida las medidas drásticas que nos privaron de recursos específicamente destinados a resolver problemas como el que ahora nos aqueja. Alegremente suprimimos los fideicomisos en los que esos recursos se concentraron o, más bien, reorientamos la erogación hacia las “obras insignia” y otras inversiones cuyo rendimiento sería, claramente, electoral. Resulta, por lo tanto, que nuestra reserva patrimonial para resolver catástrofes como la causada por el ciclón se ha consumido y que los recursos presupuestales existentes, que tienen un amplísimo destino, no bastan para satisfacer éste y al mismo tiempo enfrentar la tragedia que se abatió sobre Acapulco. Para colmo, el Congreso negó recursos específicos en el Presupuesto de Gastos de la Federación.
Muchos defensores de yerros, desaciertos y torpezas piden no politizar los problemas de Acapulco. Convengo en que así debiera ser: ojalá podamos extraer la tragedia de Acapulco de la agenda política y cifrarla en una enorme expresión de solidaridad. Pero difícilmente será así, por muchos motivos. Entre ellos, la abstención de las instancias políticas en acudir al rescate pronto y enérgico de los acapulqueños. ¿Cómo despolitizar la indiferencia, la ineficacia, la distancia? ¿Cómo despolitizar la ausencia de “empatía” que agravia a las víctimas y que observan los otros mexicanos que toman nota del verdadero talante de un gobierno distanciado de la desgracia de los ciudadanos y concentrado en su conveniencia electoral?