Enhorabuena por la democracia y enhoramala por su expresión corrupta: la demagogia. Platón y Aristóteles, extranjeros fifís de la Hélade, denunciaron esta degradación de la política. “Aduladores del pueblo”, se llamó a los demagogos. El traductor de Platón, Antonio Gómez Robledo, describió a la demagogia como régimen en “el que la licencia se da sin freno alguno y las improvisaciones se suceden a paso veloz. Es el reino del relajo, para decirlo a la mexicana”. ¿Sabemos algo de esto?
Reitero: enhorabuena por la democracia. Aprecio sus formas y sus instituciones, entre ellas la consulta popular para resolver problemas relevantes. Por supuesto, no me refiero a consultas ilegítimas y desordenadas, a trompa y talega, con asambleas predispuestas, fraguadas para satisfacer pasiones. No faltan ejemplos. ¿Conoce alguno, amigo lector?
Se planteó la iniciativa —espada vengadora que se esgrime contra el pasado, pero quebranta el futuro— de someter a consulta la justicia. ¡Nada menos! Quien inició este proceso arrojó la piedra y hoy esconde la mano tras otras iniciativas obsecuentes. Una cosa es consultar la construcción de una carretera o de una escuela, o la elevación de un muro (como en las asambleas en que el presidente de los Estados Unidos pregunta quién pagará el muro fronterizo, y la muchedumbre proclama: “¡México!”), y otra es someter a la multitud aleccionada la pregunta más grave que puede plantearse en un Estado de Derecho: ¿haremos justicia? ¿cómo, cuándo, sobre quiénes? No es legal, ni razonable, ni decente colocar a la justicia como actriz de reparto en el teatro de las ambiciones políticas. Menos aún, cuando esto atropella derechos humanos.
La impunidad repugna al Estado de Derecho. La padecemos. Sus índices son alarmantes, pese a la promesa de abatirlos. El gobierno debe asegurar la aplicación de la justicia a quienes atentan contra la paz, la seguridad, los intereses y el patrimonio de la nación. En esto no debe haber vacilación o tardanza. Por eso campea la justicia sobre majestuosos pedestales —inactiva y silenciosa—, con una balanza para ponderar las culpas y una espada para sancionar a los culpables. Y para eso tenemos una Constitución y unas leyes que fijan el procedimiento para que operen la balanza y la espada. Si es así, bien; si no, muy mal. Mal, porque hundiría a la República y mellaría los derechos de los ciudadanos, inclusive de quienes cedieran a la demagogia. Que se haga justicia, pues, bajo el imperio del Derecho, no bajo el apremio de un aprendiz de emperador
Se pretende una consulta pública, cuyos resultados ya festejan sus promotores, para saber si se debe aplicar la ley a ciertos exfuncionarios. Diga usted: “sí” o “no”. En los términos en que se plantea, esa consulta recuerda las prácticas medievales de la “inquisición general”: vayamos a todos los caminos, busquemos culpables y encendamos las hogueras. Quienes lo proponen, olvidan cuáles son los temas que pueden someterse a consulta. Tampoco recuerdan —leer la Constitución curaría su amnesia— las disposiciones constitucionales acerca de la persecución penal. No compete a una asamblea encauzada por la demagogia. Ni a remedos de los comités de salud pública que montó la Revolución Francesa. Ni a espectadores iracundos que colmaron estadios reclamando “¡paredón! ¡paredón!”. No basta con acumular firmas en papeles desplegados por la ignorancia y la venganza.
Por fortuna hay normas que prevén los términos de un procedimiento penal y se cuenta con un órgano facultado para realizar investigaciones de este carácter, que no se sujeta a clamores desbordantes y pretensiones electorales de un caudillo al que se le mueve el piso. Aquellas normas constan en la Constitución y ese órgano goza de autonomía. Por supuesto, la iniciativa de formalizar un espectáculo vindicativo propio del Coliseo romano, podría arrojar beneficios electorales. De eso se trata, no de hacer justicia. No hay error o inadvertencia, sino deliberada intención. Ojalá que los convocados a esta farsa se pongan en guardia frente a la demagogia. No naveguemos en estas aguas.
Pero además existe una firme esperanza: la recta actuación de los magistrados de la República. Estarán llamados a resistir los amagos del poder, como los famosos jueces de Berlín, baluarte del justiciable frente al asedio del emperador. Para eso son los ministros que comparten con el Ejecutivo la gran Plaza de la Constitución.
Profesor emérito de la UNAM