Los antiguos romanos, dotados de pragmatismo y exentos de ilusiones morales, construyeron la herramienta del poder político. Con ella bastaría si se manejaba con ingenio: pan y circo. Y algo más: a un lado del Coliseo aguardaban las legiones, prontas a restablecer el orden imperial. La combinación operó con fortuna.
Los elementos fundamentales de esa enseñanza han reaparecido con múltiples formatos, revestidos con el rostro de la democracia, acomodando el vino viejo en odres nuevos. El caudillo de nuestra dolida República sabe ofrecer y administrar pan y circo. Lo hace en matinées, en concentraciones multitudinarias y en la prematura cabalgata desplegada a tambor batiente.
Ese es México en las manos del ingenioso caudillo, que por mucho tiempo aguardó su oportunidad y ha sabido aprovecharla a fondo. Heredó la distribución de bienes que iniciaron gobiernos precedentes, de los que aprendió indispensables lecciones. Sabe reunir a la multitud, sofocar inquietudes, concentrar el poder y seducir al pueblo.
El gobernante ofreció desarrollo, que pronto convertiría en medidas asistencialistas. Distribuyó alicientes —electorales y de otro carácter— entre amplios sectores de la población. El fervor patrimonialista y clientelar se ha reflejado en los discursos oficiales y puede alcanzar las urnas. De eso se trata. Probablemente perderá eficacia cuando se agoten los recursos de la ilusión, pero éstos todavía pueden mover millones de voluntades.
En cuanto al circo, el caudillo sabe montar pistas y organizar espectáculos que mantienen animado al público. Las leyes no han sido obstáculo para presentar funciones de gala. Más aún, la manipulación de la ley ha contribuido a la animación nacional que gira de la sorpresa al encono, de la reclamación a la sumisión. Dígalo el violento contraste entre la intervención del Ejecutivo (que no ceja) en el proceso electoral y la normativa de las elecciones (que reposa).
De los programas sociales, atractivo eficaz, los hay que han rendido grandes bienes: en favor de innumerables destinatarios y en beneficio de su autor primordial y su compacto seguimiento, que se han valido de ellos y pronto se valdrán una vez más para animar a los votantes. Destaca la importancia social y electoral del programa para adultos mayores. Son (somos) millones, y en torno a cada adulto de edad avanzada hay otras generaciones de mexicanos. Todos llamados a ser votantes, pendientes de la apertura de las urnas.
El Frente por México —es decir, la opción democrática que pretende detener el tsunami— debe reconocer a estos programas la importancia que merecen. No son propiedad del caudillo, aunque éste los utilice a capricho. Están inscritos en la Constitución. Quienes enfrentan al caudillo pueden y deben asumirlos en voz muy alta y ofrecer al electorado que permanecerán y mejorarán.
Millones de mexicanos, capturados por el caudillo, temen que perderán sus beneficios si no votan por éste y sus reencarnaciones. Hay que sembrar en la convicción de esos electores que no habrá pérdida. Al contrario, puede haber ventaja. En este sentido discurren muchas preguntas que se hacen los futuros electores y que hasta hoy sólo contestan persuasivamente el caudillo y sus incondicionales.
Es natural que el tema preocupe a quienes obtienen recursos de programas asociados a la providente figura presidencial. Destaquemos que esos programas no son regalo ni generosidad; están en la Constitución; son derechos adquiridos. Debe decirlo con magnavoz la alianza democrática que se prepara para ser gobierno.