En el lenguaje forense la expresión “Otrosí” indica que el autor quiere agregar algo a un texto previo. Denominé mi artículo anterior publicado en este diario “A voz en cuello: ¡Ya basta, Presidente!” Quise recoger un clamor cada vez más intenso que ha surgido en nuestra sociedad y se dirige, ante todo, a quien detenta el Poder Ejecutivo de la Federación: exigencia de seguridad, protección a la vida y a los derechos de los ciudadanos. En este artículo me refiero a otro clamor no menos alto, y me dirijo a la misma persona que debe escuchar nuestras voces, aunque se reserve la prerrogativa (¿un derecho?) de ignorarlas (¿hasta cuándo?) como ocurre ahora y aquí.

El Presidente de la República es el funcionario de más alto rango en el Estado Mexicano. La Constitución obliga a todas las autoridades a respetar y garantizar los derechos de los habitantes de la República, sin salvedad. Entre esos derechos figuran la vida y la integridad física, pero también el acceso a la justicia, el honor, la integridad moral, la libertad de pensamiento y de expresión. Viola la Constitución el funcionario que ataca los derechos de los ciudadanos, y peor todavía si para ello utiliza la tribuna que le provee el poder público y lo hace con absoluto desenfado, creciente agresividad, ánimo de ofensa y provocación. ¡Mucho peor —valga la expresión— si quien se encarama en esa tribuna para injuriar a sus conciudadanos es el primer obligado a respetarlos y protegerlos, el Presidente de la República!

Hace tres años se ungió con la responsabilidad del Poder Ejecutivo de la Unión (que pronto sería “poder de desunión”) a un ciudadano que prometió guardar (pero no en un cajón) la Constitución, es decir, preservar los derechos y las libertades de los habitantes de la República. Pero el ciudadano electo para esa responsabilidad ha desplegado su palabra y su poder en otro sentido: se vale de un discurso colmado de denuestos para muchos individuos y grupos sociales. En ese ejercicio agresivo, implacable —y además infundado y creciente—, ha ofendido a mujeres, periodistas, intelectuales, integrantes de las clases medias, empresarios, padres de niños con cáncer, médicos, universitarios, opositores políticos, etcétera, etcétera. Es infinito el número de los agraviados. Lejos de unir a los mexicanos en causas comunes y constructivas, ha optado por ofenderlos y enfrentarlos, dividiendo a la sociedad entre partidarios y adversarios.

Las provocaciones proferidas desde la tribuna presidencial (en las abrumadoras matinées o en otros foros) han calado profundamente. Las ofensas constantes, los infundios, las acusaciones, la exposición de nombres y vidas constituyen una insoportable violencia verbal que puede traducirse —y de hecho se traduce— en violencia de otro carácter. Las invectivas presidenciales han llegado al colmo de agraviar a varios grupos con expresiones intolerables, como son los casos de los sacerdotes católicos y los miembros de la comunidad judía. ¿Cómo es posible que esto ocurra en una república liberal y democrática, en pleno siglo XXI, con desprecio a la Constitución y a los derechos de millones de ciudadanos?

Por eso, y por mucho más que ensombrece nuestra vida, es necesario agregar a las voces contra el crimen y la violencia otro clamor no menos vigoroso para que cese —¡pero ya!— la siembra de vientos que generan tempestades. Es insoportable el mensaje de odio instituido como instrumento de gobierno. Se ha convertido en uso y abuso del poder. Por eso, “Otrosí, ¡basta ya, Presidente!”

Profesor emérito de la UNAM