El país, abatido por problemas monumentales, que el gobierno no ha sabido resolver, se halla ante una cuestión mayor provocada por el Ejecutivo (en su perversión de caudillo) y extremada por sus seguidores (en la suya de iracunda muchedumbre): una contienda feroz entre los Poderes de la Unión. Algunas veces tuvimos desencuentros cuando las decisiones de ciertos órganos judiciales causaban agravio a los derechos (o intereses) de ciertos órganos de los otros poderes. Pero la contienda se limitaba a desplegados y discursos, a los que seguían los buenos oficios de un prudente mediador. Y ahí paraban las cosas.
Hoy las cosas no paran ahí. No ocurrirá el milagro de que el Ejecutivo acepte la primacía de la Constitución y la competencia del más alto Tribunal de la República para garantizarla. Eso no sucederá, porque el caudillo no está equipado (conforme a los genes que circulan en su sangre y en su voluntad) para ceñirse a la ley y a la razón, es profundamente autoritario y conservador (pese a sus proclamas de liberal) y no está dispuesto a respetar el mandato de los órganos que operan como frenos y contrapesos en una sociedad democrática. Es decir, el caudillo no fue construido para el respeto al Estado de Derecho y la observancia de la democracia.
El caudillo ha mostrado su vocación dictatorial a través del explícito desprecio a la ley (“no me vengan con que la ley es la ley”) y de la vocación institucida que ejerce con fruición (“al diablo las instituciones”). Y esto, amigas y amigos, no tiene corrección. No habrá historiador o constitucionalista, politólogo o médico experto en desmanes de la mente que pueda reconducir al caudillo y explicarle cosas tan barrocas como la supremacía de la Constitución, la división de poderes y otros laberintos del Estado de Derecho. Nada de eso reducirá su ambición, enfilada hacia el manejo perpetuo de la nación a su saber, entender y querer.
En el obsecuente coro del caudillo se han elevado voces que compiten con las de aquél en propuestas radicales. Pero hay una, de fuente disciplinada, que acierta en el pronóstico de lo que nos aguarda: si han fallado el “plan A” y el “plan B” para destruir la democracia mexicana, vayamos a un “plan C”. Para el Ejecutivo (que milita todos los días en pro de su facción) y para ese vocero conspicuo que secunda las disonancias del caudillo, el “plan C” consiste en dominar las elecciones del 2024, alcanzar en ellas una mayoría servil y subvertir el orden constitucional a base de reformas alocadas a la Constitución. Mal plan, pero no imposible. Peor aún: pésimo y, no obstante, probable.
Por eso, amigas y amigos, es conveniente que el pueblo de México, los integrantes de la opción democrática que crece todos los días (movida por la alarma o por la razón) perciba que la salida a este pavoroso estado de cosas en que nos ha sumergido el caudillo se halla en ganar las elecciones del 24, llevando a ellas una mayoría ciudadana que salve a México en el borde del precipicio y restablezca la ruta de la democracia. Sí, tengamos nuestro propio “plan C”, que coincide con el del Ejecutivo, aunque con otra bandera: ¡ganemos las elecciones del 2024! ¡No hay otro medio ni mejor remedio! Y para ello será indispensable reducir distancias y recelos, sacrificar intereses y convenir —ahora sí— en que “la Patria es primero”.