En mi entrega anterior hablé de las prisiones. Me motivó un artículo de Gabriel Zaid. Este tema se halla en la entraña del sistema penal, que comienza con las medidas de prevención y policía (con pavorosas deficiencias) y culmina con la privación de libertad (y la reinserción social del liberado).
Desde los primeros años de la República independiente se reclamó el mejoramiento de las prisiones. Mientras se lograba, aplicamos con profusión la pena capital. El Constituyente de 1857 no se atrevió a suprimir esa pena bárbara si no se disponía de un sistema penitenciario. Para contar con éste, se construyeron varias penitenciarías, como la de Lecumberri, que acabaría por ser un “palacio negro”, tan oscuro como las costumbres que imperaron en él.
Al cabo de muchos años creímos contar con un sistema purgado de la violencia. No fue así. Los males persistieron y se agravaron. El Plan Nacional de Paz y Seguridad emitido por el presidente electo en 2018 dio cuenta de las distorsiones que convierten al sistema penal en “un multiplicador de la criminalidad”. Para remediarlo se ofreció la “recuperación y dignificación de las cárceles”. Quien se pregunte lo que ha ocurrido con esta promesa debe leer el artículo de Zaid que motiva el mío.
La privación de libertad funciona como prisión preventiva mientras se tramita el proceso contra un “presunto inocente"; y como prisión punitiva para el cumplimiento de la pena impuesta en una sentencia. La preventiva debe aplicarse de manera excepcional, por breve tiempo. Sin embargo, las reformas constitucionales y legales de 2008, profundamente agravadas en 2019 —año de la “Transformación”—, establecieron la prisión preventiva “oficiosa” que multiplica el número de “presos sin condena”.
Elevamos las penas, pero persiste la impunidad. Construimos prisiones, pero no saneamos las existentes ni establecimos un régimen respetuoso de la ley. Se suprimió el reclusorio mejor calificado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (la de antes, no la de ahora): Islas Marías. Se eliminó en 2019 por una medida inconstitucional que contravino mandatos del Congreso de la Unión (de 1939 y 2010) que destinaron las Islas a la ejecución de penas. El gobierno se “ufanó” de esa inconstitucional modificación administrativa de una determinación del Congreso.
Meses atrás, la Academia Mexicana de Ciencias Penales solicitó a la Suprema Corte el amparo de la justicia federal en favor de los reclusos y contra las violaciones de derechos humanos que se cometen en las prisiones. La Academia obtuvo el amparo, pero la autoridad responsable no cumplió la sentencia. Dominan la corrupción, la violencia, el temor, la sobrepoblación, la promoción de crímenes. Muchos inculpados permanecen cautivos por carecer de recursos para su defensa y liberación. A menudo se ha prolongado la prisión preventiva sin que se dicte sentencia que justifique la privación de libertad. No analizaré con mayor detenimiento el estado de las cárceles. Me atengo a las crónicas sobre este asunto, entre ellas el artículo de Zaid.
Este es otro ejemplo del incumplimiento de las promesas propagadas en leyes y discursos. Afrontamos problemas que llegan de siglos pasados y está pendiente el deber público de consolidar un sistema penitenciario que ponga a salvo los derechos del individuo y de la sociedad. ¿Cuánto tiempo más deberá pasar para que México lleve adelante una verdadera reforma penitenciaria?
Sólo agregaré que ahora mismo el Estado mexicano se halla sometido a juicio ante la Corte Interamericana por violaciones cometidas a la sombra del “arraigo” y de la prisión preventiva (casos García Rodríguez y Tzompantle Tecpile). Aguardamos la sentencia.
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