Hace unos días, mis compañeros de la Tertulia del Convento (fundada por mi recordado paisano José Rogelio Álvarez) llamaron mi atención sobre un artículo de Gabriel Zaid, publicado en Reforma (26-VI-2022), acerca de las prisiones que padecemos en México: “Mexicanos en la cárcel”. Alude tanto a las cárceles —“instituciones totales” donde se consume la vida de millares de seres humanos— como al sistema penal del que forman parte. Aquéllas son un extremo en la cadena de la justicia penal, sobre todo en las sociedades de corte autoritario, como comienza a ser —con una larga preparación— nuestro México.
Celebro que un autor con la excelencia de Gabriel Zaid se interese en los problemas penitenciarios. Agrega atracción a un tema generalmente olvidado por los gobiernos y las sociedades, salvo cuando corre la sangre —que ha corrido copiosamente— en el escenario de las prisiones: motines, fugas, homicidios, suicidios, venganzas, iniciativas criminales. Las cárceles son microcosmos que reproducen los rasgos dominantes, los males y los vicios de la sociedad de los hombres libres. Se ha dicho que reflejan, con rara fidelidad, el “ser” de una sociedad .
El examen de Zaid sobre nuestras prisiones es sincero, bien documentado, conmovedor. De ahí que llamara la atención de la Tertulia del Convento, pero también de los muchos lectores de Zaid. Hace algún tiempo el presidente de México, empeñado en no serlo de todos los mexicanos, sino sólo de su séquito decreciente, se refirió a Zaid con hostilidad. Lo llamó “sabiondo” y cuestionó su posición acerca de un episodio de nuestra crónica electoral. Hasta donde tengo conocimiento, el orador de las matinées no ha rechazado el panorama que ofrece Zaid sobre las prisiones. En todo caso, conviene volver sobre el tema que manejó el ilustre escritor y reiterar el horror que causa el mal estado que guardan las prisiones —acaso con alguna salvedad— y el mal servicio que prestan a la causa de la justicia, que en ellas naufraga.
Me he referido en las páginas de EL UNIVERSAL a las infinitas promesas del candidato triunfador en 2018 y a los constantes incumplimientos que han seguido la huella del Presidente en este larguísimo trienio de “gobierno” —formalmente, así hay que llamarle— que ha corrido entre aquellas jornadas de esperanza y este sufrido 2022, vecino del ya cercano 2024. En el catálogo donde menudearon los ofrecimientos del nuevo gobernante —así hay que llamarle, también con la misma formalidad— figuró uno muy promisorio: la paz y la seguridad volverían al país, que el candidato triunfante recibió, según dijo, convertido en un “cementerio”.
Para que la República se transformara en un jardín de paz y seguridad, se emprendería una obra colosal que ahuyentara el crimen y la violencia. Esa obra caminaría por muchos carriles, además de hacerlo sobre discursos, rieles que frecuenta nuestro caudillo. Hubo un Plan Nacional de Paz y Seguridad, emitido en noviembre de 2018, víspera de la asunción al trono. Ese Plan no fue derogado. Conserva vigencia, pero carece de positividad. Nada más lejos de nuestra realidad que el paisaje que aquel documento prometió, en el que figuraron los dones de una seguridad fortalecida, una justicia reconstruida y un régimen penitenciario totalmente renovado.
De esto me ocuparé en la siguiente entrega. Sólo agrego que ahora mismo el Estado mexicano se halla sujeto a juicio ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por atropellos cometidos a la sombra del “arraigo” y la prisión preventiva oficiosa (casos García Rodríguez y Tzompaxtle Tecpile vs México).