Cuando tomamos alguna decisión errónea queremos serenar nuestra conciencia a través de una pregunta que nos tranquilice: “¿había de otra?” Es decir, ¿podíamos hacer algo diferente de lo que hicimos? Si respondemos negativamente, justificamos los tropiezos y reposamos en paz, persuadidos de que nuestro extravío era inevitable.
Es verdad que a veces “no hay de otra” y nos vemos obligados a actuar en cierto sentido, dominados por circunstancias que no podemos manejar como lo aconsejan el deber o la razón. Pero lo cierto es que a menudo queremos convencernos de que no existía otra solución y por ello cometimos un error o caímos en una injusticia.
Debemos formular esa pregunta a raíz de la deplorable decisión del Constituyente Permanente, asediado por el imperioso Ejecutivo, acerca de la reforma constitucional que amplía la presencia de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública, que no corresponden a la misión natural de aquéllas. El cambio, que no es menor, se inscribe en la cuestionada línea de relevo de instancias civiles por instancias militares.
El artículo constitucional reformado en 2019 autorizó la permanencia de la Fuerza Armada permanente (Ejército, Marina militar y Fuerza Aérea) en tareas de seguridad pública durante cinco años. Por su parte, la reforma constitucional que acabamos de adoptar prácticamente duplicó este periodo, extendiéndolo a nueve años. En paralelo, el Congreso aprobó disposiciones que vulneran flagrantemente el artículo 21 constitucional al integrar la Guardia Nacional en la Secretaría de la Defensa Nacional y desconocer con ello el carácter civil de las instituciones de seguridad pública.
La ampliación del plazo para la presencia de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública provocó intenso debate y generó un problema político de gran alcance, comprometiendo la alianza de partidos para detener el proyecto autoritario del gobernante en turno. Punto a favor del Ejecutivo.
Las novedades constitucionales y legales olvidan que la presencia militar en la seguridad pública no ha obtenido los resultados apetecidos e ignoran la fuente del problema: el notorio abandono de la policía civil, abandono que ha determinado la presencia militar en este ámbito. De aquí la expresión “no había de otra”.
En rigor, estamos pagando el precio del incumplimiento de la obligación de reconstruir el sistema de policía y alcanzar la plena operación de la Guardia Nacional en los tres años siguientes a la fecha de creación de este órgano. Es obvio que esto no ha ocurrido.
Las disposiciones agregadas a la Constitución —frondoso catálogo de obligaciones a cargo del gobierno y el Congreso— reiteran con detalle los deberes establecidos tanto en el Plan Nacional de Paz y Seguridad, proclamado pocos días antes de que iniciara el sexenio en curso, como en la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, aprobada por el Senado el 25 de abril de 2019. En la Estrategia se prometió desarrollar “un Modelo Nacional de Policía” y se reconoció que “la policía más importante es la municipal”. Palabras, palabras…
El incumplimiento de los deberes dispuestos en años anteriores fue factor determinante de la reforma constitucional de 2022 y nos colocó en la situación anómala que ahora enfrentamos. Hoy se promete de nuevo que habrá atención a la policía civil, se le destinarán mayores recursos, se adoptarán las medidas necesarias para corregir los errores cometidos, habrá supervisión cuidadosa de las “novedades” aprobadas y la actuación de la Fuerza Armada será temporal. ¿De veras? Por lo pronto, pagamos el alto precio de un grave incumplimiento.