Me valgo del título de un libro para denominar mi artículo. Aludo a la obra colectiva “Bioética. Manifiesto por la Tierra”, coordinada por Arnoldo Kraus. Hace unos días, en la clausura de una conferencia internacional sobre esta materia, reunida en el antiguo edificio de la Escuela de Medicina (asediado por la insalubridad y el desorden que prevalecen en el Centro Histórico de la antigua “ciudad de los palacios”), acompañé en un conversatorio al doctor Kraus, al doctor José Sarukhán (gran conocedor de los temas y problemas de la bioética) y al Comisionado Nacional de Bioética (¡vaya chamba en un camino sembrado de piedras!), doctor Patricio Santillán Doherty.
Exaltamos la importancia de la Tierra —hogar y circunstancia— para la preservación de nuestra especie (y otras) y la conservación de la vida digna, que no es apenas subsistencia. Recordamos a quienes pusieron en curso el concepto de bioética: el pastor (de almas) alemán Fritz Jahr y el oncólogo norteamericano Van Rensselaer Potter. Éste resume la misión de la bioética como “ciencia de la supervivencia” y “puente hacia el futuro”. Pero no hacia cualquier futuro, que pudiera ser sombrío, sino hacia un porvenir luminoso que permita el desarrollo físico y espiritual del ser humano. De esto debiéramos ocuparnos todos, previamente preocupados por lo que estamos haciendo con la Tierra.
En el conversatorio recordé la descripción de Tenochtitlan que hace Bernal Díaz del Castillo: agua clara, firmamento azul, tierra florida. Y la que más tarde nos proveyó el barón de Humboldt: la “región más transparente”. Y la que difundió, tomando esta expresión, Alfonso Reyes en su “Visión de Anáhuac”. Don Alfonso invitó al viajero a detenerse porque había llegado a la región más transparente del aire. En pocos años (algunos siglos son pocos años para la historia de la Tierra) hemos poblado de ruinas ese paisaje. Y persistimos en esta obra inclemente, que conduce al abismo. Estamos a punto de dar el paso que cancele la supervivencia del hombre sobre la Tierra.
En 1972 el mundo saludó con entusiasmo la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano (Estocolmo). Más tarde, en 1992, celebramos en Río de Janeiro una Cumbre de la Tierra sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. Nuestra Constitución —cargada de ilusiones— incorporó un derecho humano de signo redentor: el derecho universal a un ambiente sano. Aplaudimos, pero seguimos adelante con fervor “terricida” .
¿Hacemos lo que debemos para preservar la existencia de nuestra especie? ¿Nos valemos de la ciencia y la técnica, asociadas al humanismo, para rescatar la casa del hombre y dar a las generaciones futuras un horizonte digno? Lejos de cumplir esta misión de rescate y supervivencia, nos hemos empeñado en arrasar los recursos naturales, contaminar las aguas, despoblar los bosques, empañar la atmósfera.
No hemos leído a Bernal Díaz, ni al barón de Humboldt, ni a don Alfonso Reyes. Tampoco hemos pasado la mirada —y la política efectiva— sobre ese derecho universal, cuyo cumplimiento tiende un puente hacia el futuro. De ahí la necesidad imperiosa de que el gobierno de la República, afanado en destruir instituciones y cancelar libertades, vuelva la mirada hacia el medio ambiente y renuncie a la depredación en marcha. Esa sería una verdadera transformación: llamémosla cuarta, si queremos, pero en todo caso sería la transformación indispensable para asegurar nuestra supervivencia, tan comprometida, y crear un futuro digno que nos permita decir al viajero que venga: “detente, has llegado (de nuevo) a la región más transparente”.
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