Los avatares de estos días llaman la atención hacia la vigencia de las libertades y la operación de los órganos que les brindan garantía. Son asuntos relevantes para la calidad de nuestra vida. De ahí la necesidad imperiosa de darles la atención que merecen cuando hay torbellinos que se ciernen sobre la democracia y ponen en vilo los derechos de los que disfrutamos, siempre comprometidos.
En artículos anteriores me ocupé del papel del Ejecutivo en el juego de la democracia, un juego que todos jugamos con gran riesgo para nuestras libertades. Di cuenta de las reflexiones formuladas en un reciente foro jurídico de la UNAM. Ahora mencionaré las preocupaciones recogidas en otro foro, reunido la semana pasada en la Universidad Complutense de Madrid con participación de juristas y juzgadores que analizaron a fondo la independencia judicial. Ésta, absolutamente necesaria e invariablemente asediada, preserva el Estado de Derecho, la democracia y las libertades. Hay que vigilar su permanencia y asegurar su ejercicio.
Tampoco en este foro se trató de elucubraciones de especialistas destinadas a colmar seminarios y bibliotecas. Hubo una inquietante coincidencia sobre el asedio que se pretende imponer a los tribunales. Ha ocurrido en todo tiempo y dondequiera. También aquí y ahora mismo. Asedio desde los otros poderes del Estado e igualmente desde poderes informales, que procuran capturar la voluntad de los juzgadores, quebrantar su autonomía y dominar sus decisiones.
Los jueces tienen a su cargo diversas funciones que integran la gran misión de la justicia contemporánea. Son factores del Estado de Derecho y actores de la división de poderes, garantía suprema de los derechos humanos. El principal deber del buen juez consiste en tutelar los derechos de los ciudadanos y mantener a raya los poderes desbordantes que pretenden operar en contra de aquéllos e inclinar la justicia al servicio de ambiciones autoritarias. El déspota, el aprendiz de tirano, el dictador en ciernes suele acosar a los magistrados que cumplen esta misión de justicia, esencial e irreductible. El déspota —el “príncipe” de Maquiavelo— se vale de todos los medios a su alcance para mellar la independencia judicial. La historia de ayer y la vida de ahora están colmadas de ejemplos. Los tenemos a la vista.
Hay un presupuesto de la independencia del juzgador: la “independencia interior basada en la libertad espiritual” (Stammler) del individuo. De ahí la enorme importancia que tiene la elección de los jueces, también acosada por los vientos encontrados de la política, los intereses variopintos y la ambición desbocada. La sociedad debe estar atenta a la designación de los jueces, se dijo con énfasis en el foro madrileño al que me referí. Es preciso evitar que en esas designaciones se “cuelen” las pasiones que siempre acechan, prontas a dar el zarpazo.
El presidente del Consejo Constitucional de Francia —un tribunal de altísimo rango— es designado por el presidente de la República. Años atrás tocó a Robert Badinter, exministro de justicia de François Mitterrand, ocupar la presidencia de aquel Consejo. Se le preguntó: ¿No es indebido que usted presida el Consejo Constitucional habiendo sido ministro de quien lo designó? ¿No se compromete su independencia? Badinter respondió de inmediato: No, porque a partir de mi investidura como magistrado cumpliré el primer deber de un juzgador: el deber de ingratitud con quien lo designó y de compromiso radical, total, absoluto, con la nación a la que sirve y con la justicia que imparte. Así son los jueces de la República. Así deben ser los nuestros.