Solemos hablar de la legitimidad de quien ejerce el poder público, un asunto con profundas implicaciones jurídicas, éticas y políticas. Y también nos referimos a la legitimidad de los actos que realizan quienes se hallan investidos con ese poder. En suma: origen y desempeño. No es un tema sencillo, aunque los poderosos lo simplifiquen para justificar sus actos y persuadir a los ciudadanos.
Es preciso que revisemos con rigor la legitimidad del gobierno y de los gobernantes. ¿Se adquiere de una vez y para siempre? Nuestro discurso oficial —palabras dominantes y hechos que se amparan con esas palabras—, un discurso teñido de autoritarismo y autosuficiencia, asegura que la legitimidad de una elección justifica toda la conducta del gobernante. No es así. Es preciso entenderlo para actuar en consecuencia. De ello depende la salud de la República.
La legitimidad se genera y desenvuelve en varios momentos y con diversos medios: la ley que la sustenta, la forma en que se elige al gobernante, la gestión de éste en el cumplimiento de su cargo y los resultados que produce. No basta con que haya legitimidad en un primer momento, si ésta se desvanece con el paso del tiempo y de la conducta.
En primer término, es necesario que la ley en la que se sustenta una elección merezca la calificación de legítima, es decir, se subordine a los valores y principios del Estado de Derecho, propio de una sociedad democrática. El análisis de esta legitimidad llevó a rechazar el intento de reforma constitucional promovida por el Ejecutivo para establecer un nuevo marco electoral, carente de virtud democrática.
También es indispensable que la elección de funcionarios se ajuste estrictamente a la legislación que sirve a los valores y principios de la democracia. La ley rechaza intervenciones, presiones y amenazas de quienes ostentan poder político para determinar el curso y los resultados de los procesos electorales. Si hay desvíos, la elección deviene ilegítima. ¿Qué decir de los actos —declaraciones, promociones o imposiciones— de agentes del poder público, principalmente el depositario del Poder Ejecutivo de la Unión, que se apartan flagrantemente de la ley electoral?
En seguida, consideremos la legitimidad en el desempeño de la función pública. La votación inicial no absuelve de responsabilidad al gobernante ni acredita su legitimidad de manera incondicional y permanente. Pierde legitimidad quien maneja con ineficacia, dispendio o deshonestidad los recursos públicos, traiciona las expectativas de quienes lo eligieron o se aparta de las normas que rigen el ejercicio de sus atribuciones. No necesitamos ir muy lejos en busca de ejemplos sobre esta pérdida de legitimidad en el curso de un gobierno.
Finalmente, la legitimidad queda a prueba —afirmada o negada, iluminada u oscurecida— por los resultados en el desempeño de la función pública. ¿Cabe hablar de legitimidad (a la hora de emitir el juicio de una nación, juicio de la historia) si los resultados defraudan los intereses y menoscaban los bienes de los ciudadanos? Hablamos, por ejemplo, de economía, de salud, de educación, de democracia, de seguridad.
No es posible sostener la legitimidad del poder público y de quienes lo ostentan si no se satisfacen estas exigencias, cuyo cumplimiento no depende apenas del sufragio en un momento de irritación o de ilusión, sino de un largo y sostenido desempeño, con frutos que lo acrediten.